Actualmente se
produce comida en el planeta para 12.000 millones de personas, según datos de
la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), cuando la
población mundial es de 7.000 millones de habitantes. Comida, hay. Entonces,¿por
qué una de cada siete personas en el mundo pasa hambre? La globalización
neoliberal, en su trayectoria por privatizar todos los ámbitos de la vida, ha
hecho lo mismo con la agricultura y los bienes naturales, sometiendo al hambre
y a la pobreza a una inmensa parte de la población mundial.
Como indica la
organización internacional GRAIN (2008), la producción
de comida se ha multiplicado por tres desde la década de 1960, mientras que la
población mundial tan sólo se ha duplicado desde entonces, pero los mecanismos de
producción, distribución y consumo, al servicio de los intereses privados, impiden
a los más pobres la obtención necesaria de alimentos.
El acceso, por parte
del pequeño campesinado, a la tierra, al agua, a las semillas, etc. no es un
derecho garantizado. Los consumidores no sabemos de dónde viene aquello que
comemos, no podemos escoger consumir productos libres de transgénicos. La
cadena agroalimentaria se ha ido alargando progresivamente alejando, cada vez
más, producción y consumo, y favoreciendo la apropiación de las distintas
etapas de la cadena por empresas agroindustriales, con la consiguiente pérdida
de autonomía de los campesinos y consumidores.
Frente a este modelo
dominante del agribusiness, donde la búsqueda del beneficio económico se
antepone a las necesidades alimentarias de las personas y, al respeto, al medio
ambiente, surge el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. Una propuesta
que reivindica el derecho de los pueblos a definir sus políticas agrícolas y
alimentarias, a controlar su mercado doméstico, a impedir la entrada de
productos excedentarios a través de mecanismos de dumping (vender a un precio
inferior al del mercado local y a menudo por debajo del precio de coste) y a
promover una agricultura local, diversa, campesina y sostenible, que respete el
territorio, entendiendo el comercio internacional como un complement a la
producción local. La soberanía alimentaria implica devolver el control de los
bienes naturales, como la tierra, el agua y las semillas, a las comunidades y luchar
contra la privatización de la vida.
Una definición
La soberanía
alimentaria fue definida, en sus orígenes, por el movimiento internacional de La Vía Campesina,
como “el derecho de cada nación a mantener y a desarrollar su capacidad de
producir alimentos básicos, en lo concerniente a la diversidad cultural y
productiva” (Desmarais, 2007: 56). Con el transcurrir de los años, la
definición que se ha extendido es la que queda recogida en la declaración “Nuestro
mundo no está en venta”. Primero está la soberanía alimentaria de los pueblos.
¡Fuera la OMC de la agricultura y la alimentación! (VVAA, 2003: 1): “La
soberanía alimentaria es el derecho de cada pueblo a definir sus propias
políticas agropecuarias en materia de alimentación, a proteger y a reglamentar
la producción agropecuaria nacional y el Mercado doméstico a fin de alcanzar
metas de desarrollo sustentable, a decidir en qué medida quieren ser
autodependientes, a impedir que sus mercados se vean inundados por productos
excedentarios de otros países que los vuelcan al mercado internacional mediante
la práctica del dumping [...]. La soberanía alimentaria no niega el comercio
internacional, más bien defiende la opción de formular aquellas políticas y
prácticas comerciales que mejor sirvan a los derechos de la población a
disponer de métodos y productos alimentarios inocuos, nutritivos y ecológicamente
sustentables”. Esta declaración fue firmada por redes y organizaciones internacionales
como La Vía Campesina, el Foro Mundial de los Pueblos Pescadores, Amigos de la
Tierra, y Focus on the Global South, entre otros.
Para La Vía
Campesina, que impulsó este término en el año 1996 coincidiendo con la Cumbre
Mundial sobre la Alimentación de la FAO en Roma, la soberanía alimentaria tiene
como objetivos principales:
a) Dar prioridad a la
producción de alimentos saludables, de buena calidad y culturalmente apropiados
para el mercado domestico.
b) Apoyar con precios
competitivos a los agricultores para protegerlos contra las importaciones a
bajo precio.
c) Regular la
producción de los mercados internos para poner fin a los excedentes agrícolas.
d) Desarrollar una producción
sostenible basada en la familia agrarian.
e) Abolir cualquier
ayuda a la exportación directa o indirecta (Desmarais, 2007).
La soberanía
alimentaria implica devolver el control de los recursos naturales, como la
tierra, el agua y las semillas a las comunidades y a las y los campesinos y luchar
contra la privatización de la vida. Como señala Desmarais (2007:60): “Patentar
las plantas, los animales y sus componentes significa para los campesinos y las
comunidades indígenas la pérdida del control sobre los recursos que
tradicionalmente usan y conocen”.
Alcanzar esta
soberanía alimentaria requiere una estrategia que rompa con las políticas
agrícolas neoliberales impuestas por la Organización Mundial del Comercio
(OMC), el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que promueven un
modelo de producción agrícola y alimentaria insostenible. La declaración “Nuestro
mundo no está en venta” no lo podría dejar más claro: “La OMC es una
institución completamente inadecuada para hacerse cargo de los problemas de la
agricultura y la alimentación [...]. No vemos que sea posible que la OMC se
someta a una reforma profunda [...]. Reclamamos que todo lo relative a la
alimentación y la agricultura sea excluido del ámbito de jurisdicción de la OMC.”
(VVAA, 2003: 4).
Pero reivindicar la
soberanía alimentaria no implica un retorno romántico al pasado, sino que se
trata de recuperar el conocimiento y las prácticas tradicionales y combinarlas
con las nuevas tecnologías y los nuevos saberes (Desmarais, 2007). No debe
consistir tampoco,como señala McMichael (2006), en un planteamiento localista,
ni en una “mistificación de lo pequeño” sino en repensar el sistema alimentario
mundial para favorecer formas democráticas de producción y distribución de
alimentos.
Crisis alimentaria
La soberanía
alimentaria se plantea como un paradigma alternativo al sistema agroalimentario
global que nos ha conducido a una crisis alimentaria sin precedentes con mil
millones de personas en el mundo que pasan hambre. Pero el problema actual no
es la falta de alimentos, sino la imposibilidad para accede a éstos.
En el año 2007 y
2008, la situación de hambruna en el mundo se agudizó a raíz del aumento del
precio de los cereales como el maíz, el arroz, el trigo, etc. Según el Índice
de Precios de los Alimentos de la FAO, éstos registraron, entre 2005 y 2006, un
aumento del 12 %; al año siguiente, en 2007, un crecimiento del 24 %; y entre
enero y julio del 2008, una subida de cerca del 50 %. Los cereales y otros
alimentos básicos, como el trigo, la soja, los aceites vegetales, el arroz,
etc., fueron los que sufrieron los aumentos más importantes. El coste del trigo
subió un 130 %, la soja un 87 %, el arroz un 74 % y el maíz un 31 %1
(Holt-Giménez y Peabody, 2008).
En estas
circunstancias, para los millones de personas en los países del Sur global que
destinan entre un 50 y un 60 % de la renta a la compra de alimentos, cifra que
puede llegar incluso hasta el 80 % en los países más pobres, el acceso a la
comida se convirtió en un imposible. De este modo, en países como Haití, uno de
los más afectados por la crisis alimentaria del año 2008, se generalizó el consumo
de tortitas de barro con sal.
Hay razones
coyunturales que explican parcialmente este aumento espectacular de los precios
en los últimos años: desde las sequías y otros fenómenos meteorológicos vinculados
al cambio climático en países productores como China, Bangladesh, Australia,
etc. que habrían afectado a las cosechas y que continuarán impactando en la
producción de alimentos; el aumento del consumo de carne, especialmente, en
países de América Latina y Asia, debido a un cambio de hábitos alimenticios
(siguiendo el modelo de consumo occidental) y como resultado de la
multiplicación de instalaciones para el engorde de ganado; las importaciones de
cereales realizadas por países hasta el momento autosuficientes como India, Vietnam
o China, debido a la pérdida de tierras de cultivo; la disminución de las reservas
de granos en los sistemas nacionales que fueron desmantelados a finales de la
década de 1990 contribuyendo a que hoy en día los países dependan íntegramente de
los volátiles mercados mundiales de granos (Hernández Navarro, 2008;
Holt-Giménez, 2008). Todos estos argumentos contribuyen a explicar en parte las
causas que nos han conducido a la situación de crisis alimentaria, pero se
trata de argumentaciones parciales que, a veces, han sido utilizadas para
desviar la atención de las causas de fondo. Autores como Jacques Berthelot
(2008), Éric Toussaint (2008) y Alejandro Nadal (2008), entre otros, han
rebatido algunos de estos argumentos.
Desde mi punto de
vista, hay dos causas coyunturales que han sido determinantes a la hora de
provocar esta subida de los precios de los alimentos y que deben ser señaladas
en mayúsculas: la creciente inversión en la producción de agrocombustibles, y
la especulación financiera con materias primas. Es importante subrayar que este
aumento de los precios se estancó parcialmente a finales de 2008 con el
estallido de la crisis económica, pero a mediados/finales de 2010, una vez
tranquilizados los mercados financieros internacionales, el precio de las mercancías
volvió a subir.
El aumento del precio
del petróleo, que se duplicó en el transcurso de los años 2007 y 2008 y que
provocó una fuerte subida de los precios de los fertilizantes y del transporte
relacionado con el sistema alimentario, tuvo como consecuencia una creciente
inversión en la producción de combustibles alternativos como los de origen
vegetal. Gobiernos como el de Estados Unidos, la Unión Europea, Brasil y otros
subvencionaron la producción de agrocombustibles como una alternative a la
escasez de petróleo y al calentamiento global. Pero esta producción de combustible
verde entró en competencia directa con la producción de alimentos. En abril de
2008, la FAO reconocía que “ a corto plazo, es muy probable que la expansión
rápida de combustibles verdes, a nivel mundial, tenga efectos importantes en la
agricultura de América Latina” (Reuters, 15/04/08). En la medida en que
cereales como el maíz, el trigo, la soja o la remolacha fueron desviados a la
producción de agrocombustibles, la oferta de cereales en el mercado cayó y, consecuentemente,
su precio aumentó.
Según el Departamento de Agricultura de los Estados
Unidos, los agrocombustibles generaron un aumento
del precio de los granos de entre el 5 y el 20 %. El Instituto
Internacional de Investigación en Políticas Alimentarias de Estados Unidos (IFPRI, por sus
siglas en inglés) consideraba que esta cifra rondaba el 30 %. Y un informe filtrado del Banco Mundial afirmaba
que la producción de agrocombustibles habría
repercutido en un aumento del 75 % del precio de los granos (Holt-Giménez, 2008).
Otra causa de la
subida espectacular del precio de los alimentos en este período fue la
creciente inversión especulativa en materias primas, después del crack de los
mercados […] inmobiliarios. Tras el desplome del mercado de créditos
hipotecarios de alto riesgo en los Estados Unidos, inversores institucionales (bancos,
compañías de seguros, fondos de inversión, etc.) y otros buscaron lugares más
seguros y con mayor rentabilidad donde invertir su dinero. En la medida en que
el precio de los alimentos subió, dirigieron su capital al Mercado de futuros
alimentarios, empujando el precio de los granos al alza y empeorando aún más la
inflación en el precio de la comida.
Los mercados de
futuros, tal como los conocemos actualmente, datan de mediados del siglo xix,
cuando empezaron a funcionar en los Estados Unidos. Los contratos de futuros
son acuerdos legales estandarizados para hacer transacciones de mercancías
físicas en un tiempo futuro establecido previamente. Éstos han sido un
mecanismo para garantizar un precio mínimo al productor ante las oscilaciones el
mercado, pero este mismo mecanismo es empleado ahora por los especuladores para
hacer negocio aprovechando la desregulación de los mercados de materias primas,
que fue impulsada a mediados de los años de la década de 1990 en Estados Unidos
y Gran Bretaña por bancos, políticos partidarios del libre mercado y fondos de
alto riesgo. Los contratos para comprar y vender comida se convirtieron en
“derivados” que podían comercializarse independientemente de las transacciones
agrícolas reales. Nacía, pues, un nuevo negocio: la especulación alimentaria.
Actualmente, los
especuladores son quienes tienen más peso en los mercados de futuros, a pesar
de que sus transacciones de compra y venta no tienen nada que ver con la oferta
y la demanda reales. En palabras de Mike Masters, gerente de Masters Capital
Management, si en 1998 la inversión financiera con carácter especulativo en el
sector agrícola era de un 25 %, actualmente ésta se sitúa en alrededor de un 75
%. Estas transacciones se llevan a cabo en las bolsas de valores, la más
importante de las cuales, a nivel mundial, es la bolsa
de comercio de
Chicago, mientras que en Europa los alimentos y las materias primas se
comercializan en las bolsas de futuros de Londres, París, Amsterdam y
Frankfurt.
Falsas soluciones
Las instituciones
internacionales, como el Banco Mundial, la OMC, el Fondo Monetario Internacional
(FMI) o la FAO, así como Estados Unidos, la Unión Europea y las grandes multinacionales
del sector, señalan que la causa de la crisis alimentaria reside en la falta de
producción de alimentos. El número dos de la FAO, José María Sumpsi lo dejaba
bien claro al afirmar que se trataba de un problema de oferta y demanda debido
al aumento del consumo en países emergentes como la India, China o Brasil (El País, 21/04/08).
En la misma línea, se
posicionaba el secretario general de la ONU, Ban Kimoon, en el transcurso de la
Cumbre de Alto Nivel sobre Seguridad Alimentaria de la FAO celebrada en Roma en
junio de 2008, al señalar que era necesario aumentar en un 50 % la producción
de alimentos, a la vez que rechazaba las limitaciones impuestas a la
exportación por parte de algunos países afectados por la crisis. Las
“soluciones” que recomiendan estos organismos son las causas de la crisis
alimentaria: mayor liberalización del comercio internacional agrícola, introducción
de más paquetes tecnológicos y transgénicos, etc. Como señalaba Eric Holt-Giménez
(2008): “Estas medidas simplemente fortalecen al status quo corporativo que
controla el sistema alimentario”. La solución no puede ser más libre comercio
porque, como se ha demostrado, más libre comercio implica más hambre y menor
acceso a los alimentos. No se puede argumentar que el problema hoy es la falta
de comida, nunca en la historia se había dado una mayor producción de alimentos
en el mundo. No hay una crisis de producción, sino una total imposibilidad para
acceder a la comida por parte de amplias capas de población que no pueden pagar
los precios actuales.
Un débil sistema agroalimentario
Pero más allá de los
elementos coyunturales que han agudizado la situación de hambruna a escala
global, existen causas de fondo que explican el porqué de la profunda crisis
alimentaria actual.
Las políticas
neoliberales aplicadas indiscriminadamente en el transcurso de las últimas
décadas (liberalización comercial a ultranza, pago de la deuda externa de los
países del Sur, privatización de los servicios y bienes públicos, etc.), así como
un modelo de agricultura y alimentación al servicio de una lógica capitalista,
son los principales responsables de esta situación. Nos encontramos ante un sistema
alimentario global extremadamente vulnerable a las crisis económicas, ecológicas
y sociales.
Como señala
Holt-Giménez y Patel (2010), las políticas de “desarrollo” económico impulsadas
por los países del Norte desde la década de 1960 en adelante (la revolución
verde, los Programas de Ajuste Estructural, los tratados regionals de libre
comercio, la Organización Mundial de Comercio y los subsidios agrícolas en el
Norte) generaron la destrucción de los sistemas alimentarios. Entre la década
de 1960 y 1990, se llevó a cabo la denominada “revolución verde”, promovida por
diversos centros de investigación agrícola e instituciones internacionales, con
el “teórico” objetivo de modernizar la agricultura en los países no
industrializados. Los primeros resultados en Méjico y, posteriormente, en el
sur y el sudeste asiático fueron espectaculares desde el punto de vista de la producción
por hectárea, pero este aumento del rendimiento de la tierra no tuvo un impacto
directo en la disminución del hambre en el mundo. Así, aunque la producción
agrícola mundial aumentó en un 11 %, el número de personas hambrientas en el
mundo también creció en un 11 %, pasando de los 536 millones a los 597
(Riechmann, 2003)2.
Como señalan Rosset,
Collins y Moore Lappé (2000): “El incremento de la producción, centro de la
revolución verde, no alcanza para aliviar el hambre porque no altera el esquema
de concentración del poder económico, del acceso a la tierra o del poder
adquisitivo [...]. La cantidad de personas que pasan hambre se puede reducir
sólo redistribuyendo el poder adquisitivo y los recursos entre quienes están
desnutridos [...]. Si los pobres no tienen dinero para comprar alimentos, el
aumento de la producción no servirá de nada”.
La revolución verde
tuvo consecuencias colaterales negativas para muchos campesinos medios y pobres
y para la seguridad alimentaria a largo plazo. Este proceso aumentó el poder de
las corporaciones agroindustriales en toda la cadena productiva, provocó la
pérdida del 90 % de la agrodiversidad y la biodiversidad, redujo masivamente el
nivel del agua subterránea, aumentó la salinización y la erosión del suelo,
desplazó a millones de agricultores del campo a las ciudades miseria, etc.,
desmantelando los sistemas agrícolas y alimentarios tradicionales. A lo largo
de la década de 1980 y 1990, la aplicación sistemática de los Programas de
Ajuste Estructural (PAE)3 en los países del Sur por parte del Banco Mundial y
del Fondo Monetario Internacional, para que estos pudieran hacer frente al pago
de la deuda externa, agravó aún más las ya de por sí difíciles condiciones de
vida de la mayor parte de la población en estos países. Los PAE tenían como
objetivo principal supeditar la economía del país al pago de la deuda. Las
medidas de choque impuestas por los PAE consistieron en forzar a los gobiernos
del Sur a retirar las subvenciones a los productos de primera necesidad, como
el pan, el arroz, la leche, el azúcar, etc.; se impuso una reducción drástica
del gasto público en educación, sanidad, vivienda, infraestructuras, etc.; se
forzó la devaluación de la moneda nacional, con el objetivo de abaratar los productos
destinados a la exportación pero a la vez disminuyendo la capacidad de compra
de la población autóctona; aumentaron los tipos de interés con el objetivo de
atraer capitales extranjeros con una alta remuneración, generando una espiral
especulativa. En definitiva, una serie de medidas que sumieron en la pobreza
más extrema a las poblaciones de estos países (Vivas, 2008). A nivel comercial,
los PAE promovieron las exportaciones para conseguir mayores divisas,
aumentando los monocultivos de exportación y reduciendo la agricultura
destinada a la alimentación local con el consiguiente impacto negative en la
seguridad alimentaria y su dependencia respecto a los mercados internacionales.
De este modo, se
suprimieron las barreras aduaneras, facilitando la entrada de productos
sumamente subvencionados de Estados Unidos y de Europa que se vendían por
debajo de su precio de coste, a un precio inferior al de los productos locales,
y que acabaron con la producción y la agricultura autóctona; así mismo se
abrieron totalmente sus economías a las inversiones, a los productos y a los
servicios de las multinacionales. Las privatizaciones masivas de empresas
públicas, muchas veces a precio de saldo y de las que se beneficiaron mayoritariamente
las multinacionales del Norte, fueron una práctica generalizada.
Estas políticas
tuvieron un impacto directo en la producción agrícola local y en la seguridad
alimentaria, dejando a estos países a merced del mercado, de los intereses de
las corporaciones transnacionales y de las instituciones internacionales promotoras
de estas políticas.
La Organización Mundial de Comercio, establecida en el año 1995, consolidó las políticas de
los PAE a través de tratados internacionales, supeditando las leyes nacionales
a sus designios. Los acuerdos comerciales administrados por la OMC, como el
Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (GATT, por sus siglas en inglés), el
Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (GATS, por sus siglas en inglés)
y el Acuerdo sobre Comercio de Propiedad Intelectual (TRIP, por sus siglas en
inglés) consolidaron aun más el control de los países del Norte sobre las
economías del Sur.
Las políticas de la
OMC forzaron a los países en desarrollo a eliminar sus aranceles a las
importaciones, a acabar con las protecciones y los subsidios a los pequeños
productores, y a abrir sus fronteras a los productos de las corporaciones transnacionales,
mientras que los mercados del Norte se mantenían altamente protegidos. En la
misma dirección, los tratados regionales como el Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) y el Tratado de Libre
Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (CAFTA, por sus siglas en inglés), entre otros, profundizaron en
la liberalización comercial, llevando a la quiebra al campesinado del Sur y
convirtiéndolo en dependientes de las importaciones de alimentos de los países
del Norte.
Los subsidios
agrícolas estadounidenses y europeos, dirigidos mayoritariamente a la industria
agroalimentaria, obvian al pequeño productor local. Este apoyo al agribusiness
significa una cuarta parte del valor de la producción agrícola en Estados
Unidos y el 40 % en la Unión Europa (Holt-Giménez, 2008). En el Estado español,
los principales receptores de estas ayudas son las explotaciones más grandes:
siete productores son los mayores beneficiarios de la Política Agraria Común de
la Unión Europea. Se calcula que un 3,2 % de los grandes productores del Estado
español reciben un 40 % de estas ayudas directas (Intermón Oxfam, 2005),
mientras que las explotaciones familiares, que sostienen el medio rural en
Europa y a millones de campesinos en el Sur, no cuentan prácticamente con
ningún apoyo y padecen la competencia desleal de estos productos altamente subvencionados.
Una opción viable
Frente a este modelo
de agricultura intensiva, deslocalizada, kilométrica, que acaba con la
agrodiversidad y el campesinado, se antepone, como se apuntaba anteriormente,
el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. Uno de los argumentos que
utilizan sus detractores es que este modelo es incapaz de alimentar al mundo.
Pero, contrariamente a este discurso, varios informes demuestran que tal
afirmación es falsa. Así lo constata el resultado de una exhaustiva consulta
internacional impulsada por el Banco Mundial en partenariado con la FAO, el
PNUD, la UNESCO, representantes de gobiernos, instituciones privadas,
científicas, sociales, etc., diseñado como un modelo de consultoría híbrida,
que involucró a más de 400 científicos y expertos en alimentación y desarrollo
rural durante cuatro años.
Es interesante
observar cómo, a pesar de que el informe tenía detrás a estas instituciones,
concluía que la producción agroecológica proveía de ingresos alimentarios y
monetarios a los más pobres, a la vez que generaba excedentes para el mercado,
siendo mejor garante de la seguridad alimentaria que la producción transgénica.
El informe del IAASTD (Evaluación
Internacional de las Ciencias y Tecnologías Agrícolas para el Desarrollo), publicado
a principios de 2009, apostaba por la producción local, campesina y familiar y
por la redistribución de las tierras a manos de las comunidades rurales. El
informe fue rechazado por el agribusiness y archivado por el Banco Mundial,
aunque 61 gobiernos lo aprobaron discretamente, a excepción de Estados Unidos,
Canadá y Australia, entre otros.
En la misma línea se
posicionaba un estudio de la University of Michigan, publicado en junio del
2007 por la revista Journal Renewable Agriculture and Food Systems, que
comparaba la producción agrícola convencional con la ecológica.
El informe concluía
que las granjas agroecológicas eran altamente productivas y capaces de
garantizar la seguridad alimentaria en todo el planeta, contrariamente a la
producción agrícola industrializada y el libre comercio. Sus conclusiones
indicaban, incluso en las estimaciones más conservadoras, que la agricultura
orgánica podía proveer al menos tanta comida de media como la que se produce en
la actualidad.
Varios estudios
demuestran que la producción campesina a pequeña escala puede tener un alto
rendimiento, a la vez que usa menos combustibles fósiles, especialmente si los
alimentos son comercializados localmente o regionalmente.
En consecuencia,
invertir en la producción campesina familiar es la mejor opción para luchar
contra el cambio climático y acabar con la pobreza y el hambre, garantizando el
acceso a los bienes naturales, y más cuando tres cuartas partes de las personas
más pobres del mundo son pequeños campesinos.
En el ámbito de la
comercialización, se ha demostrado fundamental, para romper con el monopolio de
la gran distribución, el apostar por circuitos cortos de comercialización
(mercados locales, venta directa, grupos y cooperativas de consumo
agroecológico, etc.), evitando intermediarios y estableciendo unas relaciones cercanas
entre productor y consumidor, basadas en la confianza y el conocimiento mutuo,
que nos conduzcan a una creciente solidaridad entre el campo y la ciudad.
En este sentido, es
necesario que las políticas públicas se hagan eco de las demandas de estos
movimientos sociales y apoyen un modelo agrícola local, campesino,
diversificado, agroecológico; y que se prohíban los transgénicos, se promuevan
bancos públicos de tierras, una ley de producción artesana, un mundo rural
vivo... En definitiva, defender el derecho de los pueblos a la soberanía alimentaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario