viernes, 9 de agosto de 2013

Soberanía alimentaria: reapropiarnos de la agricultura y la alimentación (Esther Vivas)


Actualmente se produce comida en el planeta para 12.000 millones de personas, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), cuando la población mundial es de 7.000 millones de habitantes. Comida, hay. Entonces,¿por qué una de cada siete personas en el mundo pasa hambre? La globalización neoliberal, en su trayectoria por privatizar todos los ámbitos de la vida, ha hecho lo mismo con la agricultura y los bienes naturales, sometiendo al hambre y a la pobreza a una inmensa parte de la población mundial.
Como indica la organización internacional GRAIN (2008), la producción de comida se ha multiplicado por tres desde la década de 1960, mientras que la población mundial tan sólo se ha duplicado desde entonces, pero los mecanismos de producción, distribución y consumo, al servicio de los intereses privados, impiden a los más pobres la obtención necesaria de alimentos.
El acceso, por parte del pequeño campesinado, a la tierra, al agua, a las semillas, etc. no es un derecho garantizado. Los consumidores no sabemos de dónde viene aquello que comemos, no podemos escoger consumir productos libres de transgénicos. La cadena agroalimentaria se ha ido alargando progresivamente alejando, cada vez más, producción y consumo, y favoreciendo la apropiación de las distintas etapas de la cadena por empresas agroindustriales, con la consiguiente pérdida de autonomía de los campesinos y consumidores.
Frente a este modelo dominante del agribusiness, donde la búsqueda del beneficio económico se antepone a las necesidades alimentarias de las personas y, al respeto, al medio ambiente, surge el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. Una propuesta que reivindica el derecho de los pueblos a definir sus políticas agrícolas y alimentarias, a controlar su mercado doméstico, a impedir la entrada de productos excedentarios a través de mecanismos de dumping (vender a un precio inferior al del mercado local y a menudo por debajo del precio de coste) y a promover una agricultura local, diversa, campesina y sostenible, que respete el territorio, entendiendo el comercio internacional como un complement a la producción local. La soberanía alimentaria implica devolver el control de los bienes naturales, como la tierra, el agua y las semillas, a las comunidades y luchar contra la privatización de la vida.
Una definición
La soberanía alimentaria fue definida, en sus orígenes, por el movimiento internacional de La Vía Campesina, como “el derecho de cada nación a mantener y a desarrollar su capacidad de producir alimentos básicos, en lo concerniente a la diversidad cultural y productiva” (Desmarais, 2007: 56). Con el transcurrir de los años, la definición que se ha extendido es la que queda recogida en la declaración “Nuestro mundo no está en venta”. Primero está la soberanía alimentaria de los pueblos. ¡Fuera la OMC de la agricultura y la alimentación! (VVAA, 2003: 1): “La soberanía alimentaria es el derecho de cada pueblo a definir sus propias políticas agropecuarias en materia de alimentación, a proteger y a reglamentar la producción agropecuaria nacional y el Mercado doméstico a fin de alcanzar metas de desarrollo sustentable, a decidir en qué medida quieren ser autodependientes, a impedir que sus mercados se vean inundados por productos excedentarios de otros países que los vuelcan al mercado internacional mediante la práctica del dumping [...]. La soberanía alimentaria no niega el comercio internacional, más bien defiende la opción de formular aquellas políticas y prácticas comerciales que mejor sirvan a los derechos de la población a disponer de métodos y productos alimentarios inocuos, nutritivos y ecológicamente sustentables”. Esta declaración fue firmada por redes y organizaciones internacionales como La Vía Campesina, el Foro Mundial de los Pueblos Pescadores, Amigos de la Tierra, y Focus on the Global South, entre otros.
Para La Vía Campesina, que impulsó este término en el año 1996 coincidiendo con la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de la FAO en Roma, la soberanía alimentaria tiene como objetivos principales:
a) Dar prioridad a la producción de alimentos saludables, de buena calidad y culturalmente apropiados para el mercado domestico.
b) Apoyar con precios competitivos a los agricultores para protegerlos contra las importaciones a bajo precio.
c) Regular la producción de los mercados internos para poner fin a los excedentes agrícolas.
d) Desarrollar una producción sostenible basada en la familia agrarian.
e) Abolir cualquier ayuda a la exportación directa o indirecta (Desmarais, 2007).
La soberanía alimentaria implica devolver el control de los recursos naturales, como la tierra, el agua y las semillas a las comunidades y a las y los campesinos y luchar contra la privatización de la vida. Como señala Desmarais (2007:60): “Patentar las plantas, los animales y sus componentes significa para los campesinos y las comunidades indígenas la pérdida del control sobre los recursos que tradicionalmente usan y conocen”.
Alcanzar esta soberanía alimentaria requiere una estrategia que rompa con las políticas agrícolas neoliberales impuestas por la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que promueven un modelo de producción agrícola y alimentaria insostenible. La declaración “Nuestro mundo no está en venta” no lo podría dejar más claro: “La OMC es una institución completamente inadecuada para hacerse cargo de los problemas de la agricultura y la alimentación [...]. No vemos que sea posible que la OMC se someta a una reforma profunda [...]. Reclamamos que todo lo relative a la alimentación y la agricultura sea excluido del ámbito de jurisdicción de la OMC.” (VVAA, 2003: 4).
Pero reivindicar la soberanía alimentaria no implica un retorno romántico al pasado, sino que se trata de recuperar el conocimiento y las prácticas tradicionales y combinarlas con las nuevas tecnologías y los nuevos saberes (Desmarais, 2007). No debe consistir tampoco,como señala McMichael (2006), en un planteamiento localista, ni en una “mistificación de lo pequeño” sino en repensar el sistema alimentario mundial para favorecer formas democráticas de producción y distribución de alimentos.
Crisis alimentaria
La soberanía alimentaria se plantea como un paradigma alternativo al sistema agroalimentario global que nos ha conducido a una crisis alimentaria sin precedentes con mil millones de personas en el mundo que pasan hambre. Pero el problema actual no es la falta de alimentos, sino la imposibilidad para accede a éstos.
En el año 2007 y 2008, la situación de hambruna en el mundo se agudizó a raíz del aumento del precio de los cereales como el maíz, el arroz, el trigo, etc. Según el Índice de Precios de los Alimentos de la FAO, éstos registraron, entre 2005 y 2006, un aumento del 12 %; al año siguiente, en 2007, un crecimiento del 24 %; y entre enero y julio del 2008, una subida de cerca del 50 %. Los cereales y otros alimentos básicos, como el trigo, la soja, los aceites vegetales, el arroz, etc., fueron los que sufrieron los aumentos más importantes. El coste del trigo subió un 130 %, la soja un 87 %, el arroz un 74 % y el maíz un 31 %1 (Holt-Giménez y Peabody, 2008).
En estas circunstancias, para los millones de personas en los países del Sur global que destinan entre un 50 y un 60 % de la renta a la compra de alimentos, cifra que puede llegar incluso hasta el 80 % en los países más pobres, el acceso a la comida se convirtió en un imposible. De este modo, en países como Haití, uno de los más afectados por la crisis alimentaria del año 2008, se generalizó el consumo de tortitas de barro con sal.
Hay razones coyunturales que explican parcialmente este aumento espectacular de los precios en los últimos años: desde las sequías y otros fenómenos meteorológicos vinculados al cambio climático en países productores como China, Bangladesh, Australia, etc. que habrían afectado a las cosechas y que continuarán impactando en la producción de alimentos; el aumento del consumo de carne, especialmente, en países de América Latina y Asia, debido a un cambio de hábitos alimenticios (siguiendo el modelo de consumo occidental) y como resultado de la multiplicación de instalaciones para el engorde de ganado; las importaciones de cereales realizadas por países hasta el momento autosuficientes como India, Vietnam o China, debido a la pérdida de tierras de cultivo; la disminución de las reservas de granos en los sistemas nacionales que fueron desmantelados a finales de la década de 1990 contribuyendo a que hoy en día los países dependan íntegramente de los volátiles mercados mundiales de granos (Hernández Navarro, 2008; Holt-Giménez, 2008). Todos estos argumentos contribuyen a explicar en parte las causas que nos han conducido a la situación de crisis alimentaria, pero se trata de argumentaciones parciales que, a veces, han sido utilizadas para desviar la atención de las causas de fondo. Autores como Jacques Berthelot (2008), Éric Toussaint (2008) y Alejandro Nadal (2008), entre otros, han rebatido algunos de estos argumentos.
Desde mi punto de vista, hay dos causas coyunturales que han sido determinantes a la hora de provocar esta subida de los precios de los alimentos y que deben ser señaladas en mayúsculas: la creciente inversión en la producción de agrocombustibles, y la especulación financiera con materias primas. Es importante subrayar que este aumento de los precios se estancó parcialmente a finales de 2008 con el estallido de la crisis económica, pero a mediados/finales de 2010, una vez tranquilizados los mercados financieros internacionales, el precio de las mercancías volvió a subir.
El aumento del precio del petróleo, que se duplicó en el transcurso de los años 2007 y 2008 y que provocó una fuerte subida de los precios de los fertilizantes y del transporte relacionado con el sistema alimentario, tuvo como consecuencia una creciente inversión en la producción de combustibles alternativos como los de origen vegetal. Gobiernos como el de Estados Unidos, la Unión Europea, Brasil y otros subvencionaron la producción de agrocombustibles como una alternative a la escasez de petróleo y al calentamiento global. Pero esta producción de combustible verde entró en competencia directa con la producción de alimentos. En abril de 2008, la FAO reconocía que “ a corto plazo, es muy probable que la expansión rápida de combustibles verdes, a nivel mundial, tenga efectos importantes en la agricultura de América Latina” (Reuters, 15/04/08). En la medida en que cereales como el maíz, el trigo, la soja o la remolacha fueron desviados a la producción de agrocombustibles, la oferta de cereales en el mercado cayó y, consecuentemente, su precio aumentó.
Según el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, los agrocombustibles generaron un aumento del precio de los granos de entre el 5 y el 20 %. El Instituto Internacional de Investigación en Políticas Alimentarias de Estados Unidos (IFPRI, por sus siglas en inglés) consideraba que esta cifra rondaba el 30 %. Y un informe filtrado del Banco Mundial afirmaba que la producción de agrocombustibles habría repercutido en un aumento del 75 % del precio de los granos (Holt-Giménez, 2008).
Otra causa de la subida espectacular del precio de los alimentos en este período fue la creciente inversión especulativa en materias primas, después del crack de los mercados […] inmobiliarios. Tras el desplome del mercado de créditos hipotecarios de alto riesgo en los Estados Unidos, inversores institucionales (bancos, compañías de seguros, fondos de inversión, etc.) y otros buscaron lugares más seguros y con mayor rentabilidad donde invertir su dinero. En la medida en que el precio de los alimentos subió, dirigieron su capital al Mercado de futuros alimentarios, empujando el precio de los granos al alza y empeorando aún más la inflación en el precio de la comida.
Los mercados de futuros, tal como los conocemos actualmente, datan de mediados del siglo xix, cuando empezaron a funcionar en los Estados Unidos. Los contratos de futuros son acuerdos legales estandarizados para hacer transacciones de mercancías físicas en un tiempo futuro establecido previamente. Éstos han sido un mecanismo para garantizar un precio mínimo al productor ante las oscilaciones el mercado, pero este mismo mecanismo es empleado ahora por los especuladores para hacer negocio aprovechando la desregulación de los mercados de materias primas, que fue impulsada a mediados de los años de la década de 1990 en Estados Unidos y Gran Bretaña por bancos, políticos partidarios del libre mercado y fondos de alto riesgo. Los contratos para comprar y vender comida se convirtieron en “derivados” que podían comercializarse independientemente de las transacciones agrícolas reales. Nacía, pues, un nuevo negocio: la especulación alimentaria.
Actualmente, los especuladores son quienes tienen más peso en los mercados de futuros, a pesar de que sus transacciones de compra y venta no tienen nada que ver con la oferta y la demanda reales. En palabras de Mike Masters, gerente de Masters Capital Management, si en 1998 la inversión financiera con carácter especulativo en el sector agrícola era de un 25 %, actualmente ésta se sitúa en alrededor de un 75 %. Estas transacciones se llevan a cabo en las bolsas de valores, la más importante de las cuales, a nivel mundial, es la bolsa
de comercio de Chicago, mientras que en Europa los alimentos y las materias primas se comercializan en las bolsas de futuros de Londres, París, Amsterdam y Frankfurt.
Falsas soluciones
Las instituciones internacionales, como el Banco Mundial, la OMC, el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la FAO, así como Estados Unidos, la Unión Europea y las grandes multinacionales del sector, señalan que la causa de la crisis alimentaria reside en la falta de producción de alimentos. El número dos de la FAO, José María Sumpsi lo dejaba bien claro al afirmar que se trataba de un problema de oferta y demanda debido al aumento del consumo en países emergentes como la India, China o Brasil (El País, 21/04/08).
En la misma línea, se posicionaba el secretario general de la ONU, Ban Kimoon, en el transcurso de la Cumbre de Alto Nivel sobre Seguridad Alimentaria de la FAO celebrada en Roma en junio de 2008, al señalar que era necesario aumentar en un 50 % la producción de alimentos, a la vez que rechazaba las limitaciones impuestas a la exportación por parte de algunos países afectados por la crisis. Las “soluciones” que recomiendan estos organismos son las causas de la crisis alimentaria: mayor liberalización del comercio internacional agrícola, introducción de más paquetes tecnológicos y transgénicos, etc. Como señalaba Eric Holt-Giménez (2008): “Estas medidas simplemente fortalecen al status quo corporativo que controla el sistema alimentario”. La solución no puede ser más libre comercio porque, como se ha demostrado, más libre comercio implica más hambre y menor acceso a los alimentos. No se puede argumentar que el problema hoy es la falta de comida, nunca en la historia se había dado una mayor producción de alimentos en el mundo. No hay una crisis de producción, sino una total imposibilidad para acceder a la comida por parte de amplias capas de población que no pueden pagar los precios actuales.
Un débil sistema agroalimentario
Pero más allá de los elementos coyunturales que han agudizado la situación de hambruna a escala global, existen causas de fondo que explican el porqué de la profunda crisis alimentaria actual.
Las políticas neoliberales aplicadas indiscriminadamente en el transcurso de las últimas décadas (liberalización comercial a ultranza, pago de la deuda externa de los países del Sur, privatización de los servicios y bienes públicos, etc.), así como un modelo de agricultura y alimentación al servicio de una lógica capitalista, son los principales responsables de esta situación. Nos encontramos ante un sistema alimentario global extremadamente vulnerable a las crisis económicas, ecológicas y sociales.
Como señala Holt-Giménez y Patel (2010), las políticas de “desarrollo” económico impulsadas por los países del Norte desde la década de 1960 en adelante (la revolución verde, los Programas de Ajuste Estructural, los tratados regionals de libre comercio, la Organización Mundial de Comercio y los subsidios agrícolas en el Norte) generaron la destrucción de los sistemas alimentarios. Entre la década de 1960 y 1990, se llevó a cabo la denominada “revolución verde”, promovida por diversos centros de investigación agrícola e instituciones internacionales, con el “teórico” objetivo de modernizar la agricultura en los países no industrializados. Los primeros resultados en Méjico y, posteriormente, en el sur y el sudeste asiático fueron espectaculares desde el punto de vista de la producción por hectárea, pero este aumento del rendimiento de la tierra no tuvo un impacto directo en la disminución del hambre en el mundo. Así, aunque la producción agrícola mundial aumentó en un 11 %, el número de personas hambrientas en el mundo también creció en un 11 %, pasando de los 536 millones a los 597 (Riechmann, 2003)2.
Como señalan Rosset, Collins y Moore Lappé (2000): “El incremento de la producción, centro de la revolución verde, no alcanza para aliviar el hambre porque no altera el esquema de concentración del poder económico, del acceso a la tierra o del poder adquisitivo [...]. La cantidad de personas que pasan hambre se puede reducir sólo redistribuyendo el poder adquisitivo y los recursos entre quienes están desnutridos [...]. Si los pobres no tienen dinero para comprar alimentos, el aumento de la producción no servirá de nada”.
La revolución verde tuvo consecuencias colaterales negativas para muchos campesinos medios y pobres y para la seguridad alimentaria a largo plazo. Este proceso aumentó el poder de las corporaciones agroindustriales en toda la cadena productiva, provocó la pérdida del 90 % de la agrodiversidad y la biodiversidad, redujo masivamente el nivel del agua subterránea, aumentó la salinización y la erosión del suelo, desplazó a millones de agricultores del campo a las ciudades miseria, etc., desmantelando los sistemas agrícolas y alimentarios tradicionales. A lo largo de la década de 1980 y 1990, la aplicación sistemática de los Programas de Ajuste Estructural (PAE)3 en los países del Sur por parte del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, para que estos pudieran hacer frente al pago de la deuda externa, agravó aún más las ya de por sí difíciles condiciones de vida de la mayor parte de la población en estos países. Los PAE tenían como objetivo principal supeditar la economía del país al pago de la deuda. Las medidas de choque impuestas por los PAE consistieron en forzar a los gobiernos del Sur a retirar las subvenciones a los productos de primera necesidad, como el pan, el arroz, la leche, el azúcar, etc.; se impuso una reducción drástica del gasto público en educación, sanidad, vivienda, infraestructuras, etc.; se forzó la devaluación de la moneda nacional, con el objetivo de abaratar los productos destinados a la exportación pero a la vez disminuyendo la capacidad de compra de la población autóctona; aumentaron los tipos de interés con el objetivo de atraer capitales extranjeros con una alta remuneración, generando una espiral especulativa. En definitiva, una serie de medidas que sumieron en la pobreza más extrema a las poblaciones de estos países (Vivas, 2008). A nivel comercial, los PAE promovieron las exportaciones para conseguir mayores divisas, aumentando los monocultivos de exportación y reduciendo la agricultura destinada a la alimentación local con el consiguiente impacto negative en la seguridad alimentaria y su dependencia respecto a los mercados internacionales.
De este modo, se suprimieron las barreras aduaneras, facilitando la entrada de productos sumamente subvencionados de Estados Unidos y de Europa que se vendían por debajo de su precio de coste, a un precio inferior al de los productos locales, y que acabaron con la producción y la agricultura autóctona; así mismo se abrieron totalmente sus economías a las inversiones, a los productos y a los servicios de las multinacionales. Las privatizaciones masivas de empresas públicas, muchas veces a precio de saldo y de las que se beneficiaron mayoritariamente las multinacionales del Norte, fueron una práctica generalizada.
Estas políticas tuvieron un impacto directo en la producción agrícola local y en la seguridad alimentaria, dejando a estos países a merced del mercado, de los intereses de las corporaciones transnacionales y de las instituciones internacionales promotoras de estas políticas.
La Organización Mundial de Comercio, establecida en el año 1995, consolidó las políticas de los PAE a través de tratados internacionales, supeditando las leyes nacionales a sus designios. Los acuerdos comerciales administrados por la OMC, como el Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (GATT, por sus siglas en inglés), el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (GATS, por sus siglas en inglés) y el Acuerdo sobre Comercio de Propiedad Intelectual (TRIP, por sus siglas en inglés) consolidaron aun más el control de los países del Norte sobre las economías del Sur.
Las políticas de la OMC forzaron a los países en desarrollo a eliminar sus aranceles a las importaciones, a acabar con las protecciones y los subsidios a los pequeños productores, y a abrir sus fronteras a los productos de las corporaciones transnacionales, mientras que los mercados del Norte se mantenían altamente protegidos. En la misma dirección, los tratados regionales como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) y el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (CAFTA, por sus siglas en inglés), entre otros, profundizaron en la liberalización comercial, llevando a la quiebra al campesinado del Sur y convirtiéndolo en dependientes de las importaciones de alimentos de los países del Norte.
Los subsidios agrícolas estadounidenses y europeos, dirigidos mayoritariamente a la industria agroalimentaria, obvian al pequeño productor local. Este apoyo al agribusiness significa una cuarta parte del valor de la producción agrícola en Estados Unidos y el 40 % en la Unión Europa (Holt-Giménez, 2008). En el Estado español, los principales receptores de estas ayudas son las explotaciones más grandes: siete productores son los mayores beneficiarios de la Política Agraria Común de la Unión Europea. Se calcula que un 3,2 % de los grandes productores del Estado español reciben un 40 % de estas ayudas directas (Intermón Oxfam, 2005), mientras que las explotaciones familiares, que sostienen el medio rural en Europa y a millones de campesinos en el Sur, no cuentan prácticamente con ningún apoyo y padecen la competencia desleal de estos productos altamente subvencionados.
Una opción viable
Frente a este modelo de agricultura intensiva, deslocalizada, kilométrica, que acaba con la agrodiversidad y el campesinado, se antepone, como se apuntaba anteriormente, el paradigma alternativo de la soberanía alimentaria. Uno de los argumentos que utilizan sus detractores es que este modelo es incapaz de alimentar al mundo. Pero, contrariamente a este discurso, varios informes demuestran que tal afirmación es falsa. Así lo constata el resultado de una exhaustiva consulta internacional impulsada por el Banco Mundial en partenariado con la FAO, el PNUD, la UNESCO, representantes de gobiernos, instituciones privadas, científicas, sociales, etc., diseñado como un modelo de consultoría híbrida, que involucró a más de 400 científicos y expertos en alimentación y desarrollo rural durante cuatro años.
Es interesante observar cómo, a pesar de que el informe tenía detrás a estas instituciones, concluía que la producción agroecológica proveía de ingresos alimentarios y monetarios a los más pobres, a la vez que generaba excedentes para el mercado, siendo mejor garante de la seguridad alimentaria que la producción transgénica. El informe del IAASTD (Evaluación Internacional de las Ciencias y Tecnologías Agrícolas para el Desarrollo), publicado a principios de 2009, apostaba por la producción local, campesina y familiar y por la redistribución de las tierras a manos de las comunidades rurales. El informe fue rechazado por el agribusiness y archivado por el Banco Mundial, aunque 61 gobiernos lo aprobaron discretamente, a excepción de Estados Unidos, Canadá y Australia, entre otros.
En la misma línea se posicionaba un estudio de la University of Michigan, publicado en junio del 2007 por la revista Journal Renewable Agriculture and Food Systems, que comparaba la producción agrícola convencional con la ecológica.
El informe concluía que las granjas agroecológicas eran altamente productivas y capaces de garantizar la seguridad alimentaria en todo el planeta, contrariamente a la producción agrícola industrializada y el libre comercio. Sus conclusiones indicaban, incluso en las estimaciones más conservadoras, que la agricultura orgánica podía proveer al menos tanta comida de media como la que se produce en la actualidad.
Varios estudios demuestran que la producción campesina a pequeña escala puede tener un alto rendimiento, a la vez que usa menos combustibles fósiles, especialmente si los alimentos son comercializados localmente o regionalmente.
En consecuencia, invertir en la producción campesina familiar es la mejor opción para luchar contra el cambio climático y acabar con la pobreza y el hambre, garantizando el acceso a los bienes naturales, y más cuando tres cuartas partes de las personas más pobres del mundo son pequeños campesinos.
En el ámbito de la comercialización, se ha demostrado fundamental, para romper con el monopolio de la gran distribución, el apostar por circuitos cortos de comercialización (mercados locales, venta directa, grupos y cooperativas de consumo agroecológico, etc.), evitando intermediarios y estableciendo unas relaciones cercanas entre productor y consumidor, basadas en la confianza y el conocimiento mutuo, que nos conduzcan a una creciente solidaridad entre el campo y la ciudad.
En este sentido, es necesario que las políticas públicas se hagan eco de las demandas de estos movimientos sociales y apoyen un modelo agrícola local, campesino, diversificado, agroecológico; y que se prohíban los transgénicos, se promuevan bancos públicos de tierras, una ley de producción artesana, un mundo rural vivo... En definitiva, defender el derecho de los pueblos a la soberanía alimentaria.

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