miércoles, 14 de agosto de 2013

Así es la vida (Cristina Peri Rossi)


En un lugar de La Mancha había una gasolinera, perdida en medio de la inmensidad como una mora en el desierto. No hubiera reparado en ella (le gustaba conducir adormecido, con la grata sensación de estar todavía en el útero materno) si no fuera porque el coche comenzó a derrapar. “Carajo –pensó-, los dos estamos viejos y cansados. Algún día tenía que ocurrir. Se irá muriendo por el camino, igual que yo”. El hombre de la gasolinera, rudo, parco, cetrino, le dijo que el coche no estaría arreglado hasta el otro día. Que eligiera. O lo dejaba o llamaba para que lo vinieran a buscar. Hacía varios meses que no pagaba el seguro. Problemas de liquidez, como dicen los periodistas económicos y la gente en bancarrota. Curiosa palabra. La banca está rota. A veces, jugando al bacará, había hecho de banca. Siempre se había declarado en quiebra, al final. El sueño de ganarle a la banca termina con el soñador pelado, arruinado, hecho polvo. Polvo serás y al polvo volverás. A propósito, ¿cuánto hacía que no echaba un polvo? Meses. O un año, quizás. Le preguntó al de la gasolinera –rudo, parco, cetrino– si había algún sitio para pasar la noche. Era el crepúsculo, ese largo crepúsculo luminoso y rosado de agosto, en La Mancha, no conocía el lugar, nunca se había detenido para nada, ni siquiera para mear, había atravesado la carretera como en sueños, mecido por las ruedas del coche como por una nana y prefería esperar hasta mañana, cuando el tipo de la gasolinera –rudo, parco, cetrino– le devolviera el coche, su cuna. “Al lado del after hours hay un hotel”, le indicó, lacónico, señalando una mota marrón a lo lejos. Divisó, perdida entre campos amarillos, una construcción achaparrada, cubierta por un toldo morado y con una penosa guirnalda de bombillas de colores con la A alta y luminosa. Le pareció un fotograma de Will Wenders, ese alemán enamorado de Estados Unidos (uno siempre se enamora del país y de la mujer ajenos). “De los paisajes no se come, cabrón”, murmuró. Siempre había tenido vagas ensoñaciones artísticas, es decir, era un iluso. Por eso a los cincuenta años no tenía ni casa propia, ni mujer (ella se había divorciado y no podía decir que no la comprendiera) ni un buen empleo. Aunque a su edad no había buenos empleos, salvo la política, que detestaba, o las mafias, y era demasiado individualista para pertenecer a una. También había tenido dos hijos, pero los hijos son de criar y de tirar. Uno estaba en Washington, le parecía, haciendo un master de algo, y el otro, el favorito de su mujer, holgazaneaba con techo y comida gratis, sin necesidad de ir al burdel, porque las chicas venían a casa.

A la puerta del after un macizo le cobró la entrada y le estampó un sello en la mano, como si fuera un preso. Dentro había poca gente, era demasiado temprano. Y poca luz, como siempre. Algún camionero tomando cerveza, una cubana de buen trasero, tres tipos jóvenes con pinta de despedida de soltero y una rubita muy guapetona y pintarrajeada, nacionalidad imprecisa, un aro de latón colgando del ombligo. Se acodó a la barra y pidió un whisky, vaya a saber qué mierda hay dentro de la botella, y ahora meten la música, me han visto cara de cliente. En el techo, un par de bolas psicodélicas giraban como planetas borrachos. Y la música empezaba a entrar por el cuerpo, como una serpiente. La rubita sacó a bailar a dos de los jóvenes, emparedada, como un sandwiche, cómo movía las tetas y el culito. No le interesaba mirar. “¿Cómo va el negocio?”, fue la inoportuna pregunta que le hizo al de la barra, quien después de observarlo como a un imbécil, le dijo: “Como la vida misma”. Se rió. Pensó que era la primera vez que se reía en todo el viaje, y era, justamente, en un after hours perdido en La Mancha. Se zambulló en el whisky como en una piscina, en el preciso momento en que se abrió una puerta, entre el fondo y la barra, y apareció una eslava alta, flaca, con una intensa melena rubia y la piel más blanca del mundo. “Completito, el after –pensó–, para todos los gustos”. Él prefería a las rubias. Y la caída del comunismo había traído, entre otras cosas, una enorme cantidad de rubias de ojos claros, dulces y dóciles, con una secreta nostalgia en la mirada. Esto se le ocurrió en el momento en que ella se le acercó. No había elección posible: el camionero que bebía cerveza acababa de ligar con la cubana (tal para cual, pensó), la monina del aro en el ombligo se las ingeniaba con tres; sólo quedaba él y su whisky, al principio de una noche del mes de agosto que no parecía muy floreciente. Se sentó a su lado en uno de esos bancos redondos de patas de metal y asiento rojo, él le pidió un whisky. “Así es la vida”, comentó, sin tener la menor idea de qué quería decir. “¿Cómo te llamas?” le preguntó. “Nadia”, dijo ella. ¿Dijo Nadia o dijo Nadie? Una prueba irrefutable del triunfo del Mal sobre el Bien, que se había producido en los comienzos de la Historia, era la Torre de Babel. Si se llamaba Nadia, debía de ser rumana, como la Comaneci, que no paró de ganar medallas durante el comunismo; pero si había dicho Nadie, quizás era un mensaje cifrado, la confesión de su estado existencial: sola, sin papeles, en manos de una mafia rusa que la explotaba. Así es la vida. “Comaneci, Comaneci”, le dijo él, intentando establecer un puente. Ella no dio señales de comprender, pero dirigió rápidamente su manita blanca, de forzosas uñas color lila, a su bragueta. No tenía tiempo que perder. A polvo cada treinta minutos, señores, así es el negocio y la democracia. Él retiró la mano con crispación. “Deja mi bragueta en paz”, le dijo. Si no sabía quién era la Comaneci (de la cual había estado enamorado secretamente en su infancia) ya habría aprendido qué era una bragueta en boca propia. Así era la vida. Un frenesí, había dicho un santo o un poeta, con dos whiskys de pésima calidad cualquier poeta era un santo o viceversa. No pareció muy desconcertada. No todos los hombres empezaban por el mismo lugar, aunque siempre terminaban por el mismo. “¿Quieres bailar?” dijo la eslava, complaciente, y él hizo un gesto negativo con la cabeza. En realidad, tenía ganas de mirarla. Era hermosa. Una belleza algo lánguida, sin perversión, con un toque de elegancia natural cuyo origen debía estar en el pasado. “¿Bucaresti?” le preguntó. Dijo que no con la cabeza. “¿Costanza?”. Sonrió, festiva y afirmativamente. Nunca había estado en Costanza, pero se prometió que iría. Necesitaba un estímulo para viajar. Pidió el tercer whisky con un poco de recelo. Se sentía más animado, pero sabía que era por el alcohol. Tenía mala bebida: al tercer whisky, quería a todo el mundo, en primer lugar, a sus enemigos. Como a otros les daba por la agresividad, a él, la bebida, le daba por el cariño indiscriminado. Pero ¿qué hay de malo en un poco de cariño que no se merece? A ver, a ver, díganme ustedes qué tiene de malo sentir, de pronto, una inmensa simpatía, una gran piedad por esta rumanita dulce, de ojos azules y cabellos rubios que nació en Costanza, está en poder de una mafia rusa, quiere meterle mano en la bragueta pero él, muy dignamente, la rechaza, qué tiene de malo sentir simpatía por el gordo de la barra con cara de morsa, recordar con afecto a su querida ex esposa adicta a los hijos y a la televisión, y sentir mucha ternura por esos tres jóvenes desconocidos dispuestos a tirarse a la chica del aro del ombligo por la módica suma de diez euros el polvo más la consumición? Cuando bebía, se ponía muy generoso. No sólo el mundo le parecía maravilloso, a pesar del desempleo, de los accidentes en las carreteras, del terrorismo, del fracaso del comunismo, de su matrimonio y del cine europeo, sino que quería pagar todo: las bebidas, las comidas, el papel higiénico, las putas, las no putas, el arreglo del auto, dar dinero a todas las oenegés y entregar sus ropas a los menesterosos. Él era así, de modo que al tercer whisky se empeñó en hacerle escuchar a la rumanita La Internacional, que era la música que tenía en el móvil. Inútil. La rumanita debía haber nacido después de la caída del muro de Berlín o carecía de oído, porque no la reconoció. En cambio, le dijo: “Yo tengo lugar donde ir”, lo cual le pareció una propuesta interesante, siempre y cuando dejara su bragueta tranquila, porque él era un cincuentón con principios, no uno de esos cerdos que van a cualquier puticlub a levantar rumanas sin papeles. El lugar no estaba lejos y era un cuchitril inmundo e insano, pero él ya se había tomado el cuarto whisky, con lo cual fue capaz de encontrarlo sencillamente íntimo. Así es la vida. Un poco de alcohol, una rayita, y lo que se siente y se piensa se convierte en otra cosa. Se echaron sobre la cama en el momento preciso en que él quiso preguntarle por qué sus hermosos ojos azules tenían una vaga sensación de nostalgia, cosa que no supo decir en rumano, pero se dio cuenta de que ella lo comprendía. Lo comprendía porque de pronto lo empezó a mirar con más tristeza, si cabe, como si necesitara mucha ayuda, traficantes hijosdeputa, qué le habrán contado, España país de sol, playa, faralaes, bailaoras por todas partes, dinero a manta, hombres dispuestos a casarse, a ponerte una casita con mueblecitos, lavadoritas, cocinitas y a polvo diario, sólo un polvo, ni uno más, te lo prometo, cásate conmigo, cásate conmigo, nos iremos juntos de este maldito after hours, de esta maldita carretera con molinos eólicos y gasolineras como manchas de mora, nos iremos a Costanza, allí donde naciste y escucharemos La Internacional y no tendrás tristeza en la mirada, iremos al lago, no más hombres en tu vida, no más bájate las bragas, chúpame la polla, yo estudiaré rumano y tú aprenderás inglés, te lo prometo.

Debían tener micrófonos en el cuchitril, porque le dieron una paliza fenomenal y lo depositaron, con dos costillas rotas y la cara hecha un flan en la gasolinera, advirtiéndole que no se le ocurriera avisar a la policía, ni buscar a la eslavita, ni llamar por el móvil, que se llevaron consigo. Mientras se alejaban y él intentaba parar la sangre de su nariz, escuchó los compases de La Internacional.

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