(Obtenido de El Nuevo Día el 30 de mayo de 2010)
Quiero detenerme en una imagen que es el símil de mi oficio de escritor: un
mueble. Puede que resulte un ejemplo un tanto arbitrario, pero mi abuelo
materno era ebanista por afición. Del trabajo de sus manos conservo una hermosa
mesa de roble, de amplia superficie y patas torneadas como airosas cariátides
sin rostro que sostienen su arquitectura simple pero firme. Esta mesa, es la
mesa sobre la que descansa la computadora en que escribo, los libros que
consulto, mis cuadernos de apuntes. Para fabricar un mueble se parte de una idea de árbol, el árbol
que se alza ante los vientos entre la abigarrada y oscura multitud del bosque.
Es necesario elegir uno de ellos,
apreciar su fuste, y entonces, hay que cortarlo.
Después, aserrarlo en piezas, ensamblar esas piezas, darles una forma; cuidar que las junturas no dejen luces
- entre juntura y juntura no puede pasar la luz, saben de sobra los
buenos artesanos -; y por fin tallar,
lijar, barnizar. Nada sobrevive
de aquella forma de árbol, pero
es el árbol. Entre el árbol y el
mueble, entre la materia del árbol y la transformación de la materia en un
mueble, queda de por medio la
apropiación de esa materia, que
es el proceso de convertir la realidad en imaginación y la imaginación en
lenguaje; un proceso que requerirá de diversas herramientas, como las
del carpintero que era mi abuelo: plomada, escoplo, buril. También podríamos
utilizar el ejemplo de una prenda de
vestir, que me permite hablar de los procedimientos ocultos, esos que
nunca pueden exhibirse a los ojos del lector porque conspiran contra la
credibilidad del artificio, como serían
las costuras de un traje. O el revés de un bordado. Voltear la tela al
revés para examinar las costuras, es solamente un vicio del lector que lee como
escritor y quiere ver la calidad de las puntadas, o la trama de revés de la
tela, donde se esconden los secretos del procedimiento. Pero ésta es una
deformación del oficio, que no le deseo a nadie que emprende la lectura de un
libro por el gusto y el placer de leer, que es, al fin y al cabo, la razón de
que existan los libros. Entrar en la lectura de un libro es entrar en la novedad que no debe ser mancillada. La
costumbre, la familiaridad, terminan matando la sensación, o la ilusión de
novedad, cuando uno lee como escritor para advertir los procedimientos, las
mecánicas de relojería del libro, sus costuras, la trama al revés del bordado.
En la introducción de Tom Jones, “Minuta para el festín”, Fielding advierte que
el autor no debe verse a
sí mismo
como alguien que ofrece un festín privado, sino como el patrón de una fonda donde todos los clientes son
bienvenidos porque pagan. Si se trata de una comida privada, los invitados nada
podrán protestar contra aquello que se les sirva. Por el contrario, el cliente
de la fonda tiene el derecho de exigir de antemano la carta, para saber qué
puede esperar. Lo demás, es asunto de cocina. Nadie debe penetrar en la cocina. Pero sólo del autor dependerá que esa presencia, con
sus ruidos, sus cacerolas sucias y sus desechos, deje de ser obvia a lo largo
de toda la lectura. No hay nada más decepcionante para quien se sienta en la
fonda de Fielding que una mirada, aún involuntaria, al interior de esa cocina
cuando en el ir y venir de los camareros la puerta voladiza deja percibir el
desorden de adentro, señales molestas de lo inacabado, de lo imperfecto. O de
lo fallido. De la verosimilitud de los
procedimientos es que depende la eficacia de la narración. La
congruencia. Nadie olvidó nunca después de los siglos que Cervantes a su vez
olvidó que a Sancho le había robado el borrico en la Sierra Morena el famoso
ladrón Ginés de Pasamonte, librado de la cadena de galeotes por Don Quijote, y
que en el siguiente párrafo del mismo capítulo aparece Sancho montado a la
mujeriega en el mismo borrico. En la II Parte de El Quijote, Cervantes quiere
desquitarse de su error y el Bachiller Sansón Carrasco le pide a Sancho que
explique el olvido. Pero vuelve a errar Cervantes cuando habla Sancho y cuenta
otra vez, como si fuera una novedad, quién le había robado el jumento, algo que
ya sabemos. Pecata minuta. Gotas de olvido en un mar inconmensurable de
memoria. Pero los olvidos que se
vuelven incongruencias perturban el deseo de participación del lector, causan
malestar, despiertan impaciencia.