miércoles, 16 de octubre de 2013

El cuento envenenado (Rosario Ferré)

Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados por enredaderas tupidas y se pasaba la vida ocultándose tras ellos para leer libros de cuentos. Rosaura. Rosaura. Era una joven triste, que casi no tenía amigos; pero nadie podía adivinar el origen de su tristeza. Como quería mucho a su padre, cuando éste se encontraba en la casa se la oía cantar y reír por pasillos y salones, pero cuando él se marchaba al trabajo desaparecía como por arte de magia y se ponía a leer cuentos.
Sé que debería levantarme y atender a los deudos, volver a pasar la bandeja de café por entre mis clientas y la del coñac por entre sus insufribles esposos, pero me siento agotada. Lo único que quiero ahora es descansar los pies, que tengo aniquilados; dejar que las letanías de mis vecinas se desgranen a mi alrededor como un interminable rosario de tedio. Don Lorenzo era un hacendado de caña venido a menos, que sólo trabajando de sol a sol lograba ganar lo suficiente para el sustento de la familia. Primero Rosaura y luego Lorenzo. Es una casualidad sorprendente. Amaba aquella casa que la había visto nacer, cuyas galerías sobrevolaban los cañaverales como las de un buque orzado a toda vela. La historia de la casa alimentaba su pasión por ella, porque sobre sus almenas había tenido lugar la primera resistencia de los criollos a la invasión hacía ya casi cien años. Al pasearse por sus salas y balcones, don Lorenzo sentía inevitablemente encendérsele la sangre y le parecía escuchar los truenos de los mosquetes y los gritos de guerra de quienes en ella habían muerto en defensa de la patria. En los últimos años, sin embargo, se había visto obligado a hacer sus paseos por la casa con más cautela, ya que los huecos que perforaban los pisos eran cada vez más numerosos, pudiéndose ver, al fondo abismal de los mismos, el corral de gallinas y puercos que la necesidad le obligaba a criar en los sótanos. A pesar de estas desventajas, a don Lorenzo jamás se le hubiese ocurrido vender su casa o su hacienda. Como la zorra del cuento, se encontraba convencido de que un hombre podía vender su piel, su pezuña y hasta sus ojos, pero que la tierra, como el corazón, jamás se vende.
No debo dejar que los demás noten mi asombro, mi sorpresa. Después de todo lo que nos ha pasado, venir ahora a ser víctimas de un pila de escritorcito de mierda. Como si no me bastara con la mondadera de mis clientas. “Quién la viera y quién la vio”, las oigo que dicen detrás de sus abanicos inquietos, “la mona, aunque la vistan de seda, mona se queda”. Aunque ahora ya francamente no me importa. Gracias a Lorenzo estoy más allá de sus garras, inmune a sus bájame un poco más el escote, Rosa, apriétame acá otro poco el zipper, Rosita, y todo por la misma gracia y por el mismo precio. Pero no quiero pensar ya más en eso.
Al morir su primera mujer, don Lorenzo se sintió tan solo que, dando rienda suelta a su naturaleza enérgica y saludable, echó mano a la salvación más próxima. Como náufrago que, braceando en el vientre tormentoso del mar, tropieza con un costillar de esa misma nave que acaba de hundirse bajo sus pies, y se aferra desesperado a ella para mantenerse a flote, así se asió don Lorenzo a las amplias caderas y aún más pletóricos senos de Rosa, la antigua modista de su mujer. Restituida la convivencia hogareña, la risa de don Lorenzo volvió a retumbar por toda la casa y se esforzaba porque su hija también se sintiera feliz. Como era un hombre culto, amante de las artes y de las letras, no encontraba nada malo en el persistente amor de Rosaura por los libros de cuentos. Aguijoneado sin duda por el remordimiento, al recordar cómo la niña se había visto obligada a abandonar sus estudios a causa de sus malos negocios, le regalaba siempre, el día de su cumpleaños, un espléndido ejemplar de ellos.
Esto se está poniendo interesante. La manera de contar que tiene el autor me da risa, parece un firulí almidonado, un empalagoso de pueblo. Yo definitivamente no le simpatizo. Rosa era una mujer práctica, para quien los refinamientos del pasado representaban un capricho imperdonable, y aquella manera de ser la malquistó con Rosaura. En la casa abundaban, como en los libros que leía la joven, las muñecas raídas y exquisitas, los roperos hacinados de rosas de repollo y de capas de terciopelo polvoriento y los candelabros de cristales quebrados, que Rosaura aseguraba haber visto en las noches sostenidos en alto por deambulantes fantasmas. Poniéndose de acuerdo con el quincallero del pueblo, Rosa fue vendiendo una a una aquellas reliquias de la familia, sin sentir el menor resquemor de conciencia por ello.
El firulí se equivoca. En primer lugar, hacía tiempo que Lorenzo estaba enamorado de mí (desde mucho antes de la muerte de su mujer, junto a su lecho de enferma, me desvestía atrevidamente con los ojos) y yo sentía hacia él una mezcla de ternura y compasión. Fue por eso que me casé con él y de ninguna manera por interés, como se ha insinuado en este relato. En varias ocasiones me negué a sus requerimientos y, cuando por fin accedí, mi familia lo consideró de plano una locura. Casarme con él, hacerme cargo de las labores domésticas de aquel caserón en ruinas, era una especie de suicidio profesional, ya que la fama de mis creaciones resonaba, desde mucho antes de mi boda, en las boutiques de modas más elegantes y exclusivas del pueblo. En segundo lugar, vender los cachivaches de aquella casa no sólo era saludable sicológica sino también económicamente. En mi casa hemos sido siempre pobres y a orgullo lo tengo. Vengo de una familia de diez hijos, pero nunca hemos pasado hambre, y el espectáculo de aquella alacena vacía, pintada enteramente de blanco y con un tragaluz en el techo que iluminaba todo su vértigo, le hubiese congelado el tuétano al más valiente. Vendí los tereques de la casa para llenarla, para lograr poner sobre la mesa, a la hora de la cena, el mendrugo de pan de cada día.
Pero el celo de Rosa no se detuvo aquí, sino que empeñó también los cubiertos de plata, los manteles y las sábanas que en un tiempo pertenecieron a la madre de Rosaura y su frugalidad llegó a tal punto que ni siquiera los gustos moderadamente epicúreos de la familia se salvaron de ella. Desterrados para siempre de la mesa quedaron el conejo en pepitoria, el arroz con guinea y las palomas salvajes, asadas hasta su punto más tierno por debajo de las alas. Esta última medida entristeció grandemente a don Lorenzo, que amaba, más que nada en el mundo, luego de a su mujer y a su hija, esos platillos criollos cuyo espectáculo humeante le hacía expandir de buena voluntad los carrillos sobre sus comisuras risueñas.
¿Quién habrá sido capaz de escribir una sarta tal de estupideces y de calumnias? Aunque hay que reconocer que el título le va a las mil maravillas; bien se ve que el papel aguanta todo el veneno que le escupan encima. Las virtudes económicas de Rosa la llevaban a ser candil apagado en la casa pero fanal encendido en la calle. “A mal tiempo buena cara, y no hay por qué hacerle ver al vecino que la desgracia es una desgracia”, decía, cuando se vestía con sus mejores galas para ir a misa, y obligaba a don Lorenzo a hacer lo mismo. Abrió un comercio de modistilla en los bajos de la casa, que bautizó ridículamente “El Alza de la Bastilla”, dizque para atraerse a una clientela más culta, y allí se pasaba las noches enhebrando hilos y sisando telas, invirtiendo todo lo que sacaba de la venta de los objetos de la familia en los vestidos que elaboraba para sus clientas.
Acaba de entrar a la sala la esposa del Alcalde. La saludaré sin levantarme, con una leve inclinación de cabeza. Lleva puesto uno de mis modelos exclusivos, que tuve que rehacer por lo menos diez veces, para tenerla contenta, pero aunque sé que espera que me le acerque y le diga lo bien que le queda, haciéndole mil reverencias, no me da la gana de hacerlo. Estoy cansada de servir de incensario a las esposas de los ricos del pueblo. En un principio les tenía compasión: verlas languidecer como flores asfixiadas tras las galerías de cristales de sus mansiones, sin nada en qué ocupar sus mentes que no fuese el bridge, el mariposear de chisme en chisme y de merienda en merienda, me partía el corazón. El aburrimiento, ese ogro de afelpada garra, había ya ultimado a varias de ellas, que habían perecido víctimas de la neurosis y de la depresión, cuando yo comencé a predicar, desde mi modesto taller, la salvación por medio de la Línea y del Color. La Belleza es, no me cabe la menor duda, la virtud más sublime, el atributo más divino de las mujeres. La Belleza todo lo puede, todo lo cura, todo lo subsana.
Con la ayuda de Lorenzo me suscribí a las revistas más elegantes de París, de Nueva York y de Londres y comencé a publicar en La Gaceta una homilía semanal, en la cual señalaba cuáles eran las últimas tendencias de la moda. Si en el otoño se llevaba el púrpura magenta o el amaranto pastel, si en la primavera el talle se alforzaba o se plisaba, si en el invierno los botones se usaban de carey o de nuez, todo era materia de dogma, artículo apasionado de fe. El taller pronto se volvió una colmena de actividad, tantas eran las órdenes que recibía y tantas las visitas de las damas que venían a consultarme los detalles de sus últimas “tenues”.
El éxito no tardó en hacernos ricos y todo gracias a la ayuda de Lorenzo, que hizo posible el milagro vendiendo la hacienda y prestándome el capitalito que necesitaba para ampliar mi negocio. Por eso hoy, el día aciago de su sepelio, no tengo que ser fina ni considerada con nadie. Estoy cansada de tanta reverencia y de tanto halago, de tanta dama elegante que necesita ser adulada todo el tiempo para sentirse que existe. Que la esposa del Alcalde se alce su propia cola y se huela su propio culo. Prefiero mil veces la lectura de este cuento infame a tener que hablarle, a tener que decirle qué bien se ha combinado hoy, qué maravillosamente le sientan su mantilla de bruja, sus zapatos de espátula, su horrible bolso.
Don Lorenzo vendió su casa y su finca y se trasladó con su familia a vivir al pueblo. El cambio resultó favorable para Rosaura: recobró el buen color y tenía ahora un sinnúmero de amigas y amigos, con los cuales se paseaba por las alamedas y los parques. Por primera vez en la vida dejó de interesarse por los libros de cuentos y, cuando algunos meses más tarde su padre le regaló el último de ellos, lo dejó olvidado y a medio leer sobre el velador de la sala. A don Lorenzo, por el contrario, se le veía cada vez más triste, zurcido el corazón de pena por la venta de sus cañas.
Rosa, en su nuevo local, amplió su negocio y tenía cada vez más parroquianas. El cambio de localidad sin duda la favoreció, ocupando éste ahora por completo los bajos de la casa. Ya no tenía el corral de gallinas y puercos algarabeándole junto a la puerta y su clientela subió de categoría. Como estas damas, sin embargo, se demoraban en pagar sus deudas y Rosa, por otro lado, no podía resistir la tentación de guardar siempre para sí los vestidos más lujosos, su taller no acababa nunca de levantar cabeza. Fue por aquel entonces que comenzó a martirizar a Lorenzo con lo del testamento: “Si mueres en este momento, tendré que trabajar hasta la hora de mi muerte para pagar la deuda”, le dijo una noche antes de dormirse, “ya que con la mitad de tu dinero no me será posible ni comenzar a hacerlo”. Y como don Lorenzo se negara a desheredar a su hija para beneficiarla a ella, comenzó a injuriar y a insultar a Rosaura, acusándola de soñar con vivir siempre del cuento, mientras ella se descarnaba los ojos y los dedos cosiendo y bordando para ellos. Y antes de darle la espalda para extinguir la luz del velador, le dijo que ya que era a su hija a quien él más quería en el mundo, a ella no le quedaba más remedio que abandonarlo.
Me siento curiosamente insensible, indiferente a lo que estoy leyendo. He comenzado a sentir frío y estoy un poco mareada, pero debe ser la tortura de este velorio interminable. No veo la hora en que saquen el ataúd por la puerta y esta caterva de maledicientes acabe ya de largarse a su casa. Comparados a los chismes de mis clientas, los sainetes de este cuento insólito no son sino alfileretazos vulgares, que me rebotan sin que yo los sienta.
Me porté bien con Lorenzo; tengo mi conciencia tranquila. Eso es lo único que importa. Insistí, es cierto, en que nos mudáramos a la capital y todos nos beneficiamos por ello; insistí, es cierto, en que me dejara a mí el albaceazgo de todos sus bienes, porque me consideré mucho más capacitada que Rosaura, que anda siempre con la cabeza en las nubes, para administrarlos. Pero jamás lo amenacé con abandonarlo. Los asuntos de la familia iban de mal en peor y la ruina amenazaba cada vez más de cerca a Lorenzo, pero a éste no parecía importarle. Al llegar el día del cumpleaños de su hija le compró, como siempre, su tradicional libro de cuentos. Rosaura, por su parte, decidió cocinarle a su padre aquel día una confitura de guayaba, de las que antes solía confeccionarle su madre. Durante toda la tarde removió sobre el fogón el borbolleante líquido color sanguaza y en varias ocasiones le pareció ver a su madre entrar y salir, por pasillos y salones, transportada por el oleaje rosado de aquel perfume que inundaba toda la casa.
Aquella noche, don Lorenzo se sentó feliz a la mesa y cenó con más apetito del que había demostrado en mucho tiempo. Terminada la cena, le entregó a Rosaura su libro, encuadernado, como él siempre decía riendo, en “cuero de corazón de alce”. Haciendo caso omiso de los acentos circunflejos que ensombrecían de ira el ceño de su mujer, padre e hija admiraron juntos el opulento ejemplar, cuyo grueso canto dorado hacía resaltar elegantemente el púrpura de las tapas. Inmóvil sobre su silla, Rosa los observaba en silencio, con una sonrisa álgida escarchándole los labios. Llevaba puesto aquella noche su vestido más lujoso, porque asistiría con don Lorenzo a una cena de gran cubierto en casa del Alcalde y no quería por eso alterarse ni perder la paciencia con Rosaura.
Don Lorenzo comenzó entonces a embromar a su mujer y le comentó, intentando sacarla de su ensimismamiento, que los exóticos vestidos de aquellas reinas y grandes damas que aparecían en el libro de Rosaura bien podrían servirle a ella de inspiración para sus modelos. “Aunque para vestir tus opulentas carnes se necesitarían varias resmas de seda más de las que necesitaron ellas, a mí no me importaría pagarlas, porque tú eres una mujer de veras y no un enclenque maniquí de cuento”, le dijo pellizcándole solapadamente una nalga. ¡Pobre Lorenzo! Es evidente que me quería, sí. Con sus bromas siempre me hacía reír hasta saltárseme las lágrimas. Congelada en su silencio apático, Rosa encontró aquella broma de mal gusto y no demostró por las ilustraciones y grabados ningún entusiasmo. Terminado por fin el examen del lujoso ejemplar, Rosaura se levantó de la mesa, para traer la fuente de aquel postre que había estado presagiándose como un bocado de gloria por toda la casa, pero al acercársela a su padre la dejó caer, salpicando inevitablemente la falda de su madrastra.
Hacía ya rato que algo venía molestándome y ahora me doy cuenta de lo que es. El incidente del dulce de guayaba tomó lugar hace ya muchos años, cuando todavía vivíamos en el caserón de la finca y Rosaura era aún una niña. El firulí se equivoca: ha alterado descaradamente la cronología de los hechos, haciendo ver que éstos tomaron lugar recientemente, cuando es todo lo contrario. Hace sólo unos meses que Lorenzo le regaló a Rosaura el libro que dice, en ocasión de su vigésimo onomástico, pero han pasado ya más de seis años desde que Lorenzo vendió la finca. Cualquiera diría que Rosaura es todavía una niña inocente, cuando es ya una manganzona mayor de edad, una mujer hecha y derecha. Cada día se parece más a su madre, a las mujeres indolentes e inútiles de este pueblo. Se niega a trabajar en nada, alimentándose del pan honesto de los que trabajan.
Recuerdo perfectamente el suceso del dulce de guayaba. Íbamos a un coctel a casa del Alcalde, a quien tú mismo, Lorenzo, le habías propuesto que te comprara la hacienda “Los crepúsculos” –como la llamabas nostálgicamente y que los vecinos habían bautizado con sorna la hacienda “Los culos crespos” en venganza por los humos de aristócrata que siempre te dabas– para que se edificara allí un museo de historia, dedicado a preservar, para las generaciones venideras, las reliquias de los imperios cañeros. Había logrado convencerte, tras largas noches de empecinada discusión bajo el dosel raído de tu cama, de la imposibilidad de seguir viviendo en aquel caserón, en donde no había ni luz eléctrica ni agua caliente y en donde para colmo había que cagar a diario en la letrina estilo francés provenzal que Alfonso XII le había obsequiado a tu abuelo. Por eso yo llevaba puesto aquel traje cursi, confeccionado, como en Gone with the wind, con las cortinas de brocado que el viento no se había llevado todavía, porque aquella era la única manera de impresionar a la insoportable mujer del Alcalde, de apelar a su arrebatado delirio de grandeza. Nos compraron la casa por fin con todas las antigüedades que tenía adentro, pero no para hacerla un museo y un parque del que pudiera disfrutar el pueblo, sino para disfrutarla ellos como su rústica casa de campo.
Frenética y fuera de sí, Rosa se puso de pie y contempló horrorizada aquellas estrías de almíbar que descendían lentamente por su falda hasta manchar con su líquido sanguinolento las hebillas de raso de sus zapatos. Temblaba de ira y al principio se le hizo imposible pronunciar una sola palabra. Una vez le regresó el alma al cuerpo, sin embargo, comenzó a injuriar enfurecida a Rosaura, acusándola de pasarse la vida leyendo cuentos, mientras ella se veía obligada a consumirse los ojos y los dedos cosiendo para ellos. Y la culpa de todo la tenían aquellos malditos libros que don Lorenzo le regalaba, los cuales eran prueba de que a Rosaura se la tenía en mayor estima que a ella en aquella casa y por lo que había decidido marcharse de su lado para siempre si estos no eran de inmediato arrojados al patio, donde ella misma encendería con ellos una enorme fogata.
Será el humo de las velas, será el perfume de los mirtos, pero me siento cada vez más mareada. No sé por qué, he comenzado a sudar y las manos me tiemblan. La lectura de este cuento ha comenzado a enconárseme en no sé cuál lugar misterioso del cuerpo. Y no bien terminó de hablar, Rosa palideció mortalmente y, sin que nadie pudiera evitarlo, cayó redonda y sin sentido al suelo. Aterrado ante el desmayo de su mujer, don Lorenzo se arrodilló a su lado y comenzó a llorar, implorándole en una voz muy queda que volviera en sí y que no lo abandonara, porque él había decidido complacerla en todo lo que ella le había pedido. Satisfecha con la promesa que había logrado sonsacarle, Rosa abrió los ojos y lo miró risueña, permitiéndole a Rosaura, en prueba de reconciliación, guardar sus libros.
Aquella noche Rosaura derramó abundantes lágrimas, hasta que por fin se quedó dormida sobre su almohada, bajo la cual había ocultado el obsequio de su padre. Tuvo entonces un sueño extraño: soñó que, entre los relatos de aquel libro, había uno que estaría envenenado, porque destruiría de manera fulminante a su primer lector. Su autor, al escribirlo, había tomado la precaución de dejar inscrita en él una señal, una manera definitiva de reconocerlo, pero por más que en su sueño Rosaura se esforzaba en recordar cuál era, se le hacía imposible hacerlo. Cuando por fin despertó, tenía el cuerpo brotado de un sudor helado, pero seguía ignorando aún si aquel cuento obraría su maleficio por medio del olfato, del oído y del tacto.
Pocas semanas después de estos sucesos don Lorenzo murió sereno al fondo de su propia cama, consolado por los cuidados y rezos de su mujer y de su hija. Encontrábase el cuerpo rodeado de flores y cirios, y los deudos y parientes sentados alrededor, llorando y ensalzando las virtudes del muerto, cuando Rosa entró a la habitación, sosteniendo en la mano el último libro de cuentos que don Lorenzo le había regalado a Rosaura y que tanta controversia había causado en una ocasión entre ella y su difunto marido. Saludó a la esposa del Alcalde con una imperceptible inclinación de cabeza y se sentó en una silla algo retirada, en pos de un poco de silencio y sosiego. Abriendo el libro al azar sobre su falda, comenzó a hojear lentamente las páginas, admirando sus ilustraciones y pensando que, ahora que era una mujer de medios, bien podía darse el lujo de confeccionarse para sí misma uno de aquellos espléndidos atuendos de reina. Pasó varias páginas sin novedad, hasta que llegó a un relato que le llamó la atención. A diferencia del resto, no tenía ilustración alguna y se encontraba impreso en una extraña tinta color guayaba. El primer párrafo la sorprendió porque la heroína se llamaba exactamente igual que su hijastra. Mojándose entonces el dedo del corazón con la punta de la lengua, comenzó a separar con interés aquellas páginas que, debido a la espesa tinta, se adherían molestamente unas a otras. Del estupor pasó al asombro, del asombro pasó al pasmo y del pasmo pasó al terror, pero, a pesar del creciente malestar que sentía, la curiosidad no le permitió dejar de leerlas. El relato comenzaba: “Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados por enredaderas tupidas...”, pero Rosa jamás llegó a enterarse de cómo terminaba. ~

La muñeca menor (Rosario Ferré)


La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se bañaba menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados con el sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a la casa en parihuelas retorciéndose de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de guanábana madura que supuraba la pierna en estado de quietud.
Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al principio eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años había ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en el cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas, o en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los cambios de agua de las cañas y sólo salía de su sopor cuando la venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hacía una mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el aire secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de algunos días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la muñeca.
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendiesen a reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las muñecas no variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.
Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa: “Aquí tienes tu Pascua de Resurrección.” A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de guata, sino de miel.
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba viva, y cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había pagado los estudios durante veinte años.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne de delfín.
El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia artística. Las manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche. Había, además, otro detalle particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus dormilonas de brillantes.
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban por la calle supiesen que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de papel sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero con los ojos bajos.
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de miel y en una sola noche se la habían devorado .“Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea.” Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada.
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de cerca a un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas, percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando la iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar en su habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó los párpados y por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las chágaras.

lunes, 14 de octubre de 2013

Ay ay ay de la grifa negra ( Julia de Burgos)

 

Ay ay ay, que soy grifa y pura negra;
grifería en mi pelo, cafrería en mis labios;
y mi chata nariz mozambiquea.



Negra de intacto tinte, lloro y río
la vibración de ser estatua negra;
de ser trozo de noche,
en que mis blancos dientes relampaguean;
y ser negro bejuco
que a lo negro se enreda
y comba el negro nido
en que el cuervo se acuesta.
Negro trozo de negro en que me esculpo,
ay ay ay, que mi estatua es toda negra.



Dícenme que mi abuelo fue el esclavo
por quien el amo dio treinta monedas.
Ay ay ay, que el esclavo fue mi abuelo
es mi pena, es mi pena.
Si hubiera sido el amo,
sería mi vergüenza;
que en los hombres, igual que en las naciones,
si el ser el siervo es no tener derechos,
el ser el amo es no tener conciencia.



Ay ay ay, los pecados del rey blanco
lávelos en perdón la reina negra.
Ay ay ay, que la raza se me fuga
y hacia la raza blanca zumba y vuela
hundirse en su agua clara;
tal vez si la blanca se ensombrará en la negra.



Ay ay ay, que mi negra raza huye
y con la blanca corre a ser trigueña;
¡a ser la del futuro,
fraternidad de América!

Soneto XIII (Garcilaso)

A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraba;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro escurecían.

De áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros, que aún bullendo estaban:
los blancos pies en tierra se hincaban,
y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado! ¡oh mal tamaño!
¡Que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón porque lloraba!

lunes, 30 de septiembre de 2013

Temen crisis humanitaria por "desnacionalización"



 Escrito por: EZEQUIEL ABIU LÓPEZ

Publicado en Hoy digital, 27 de septiembre de 2013

AP. Expertos dijeron que la decisión del Tribunal Constitucional dominicano de despojar de nacionalidad a miles de hijos de haitianos nacidos en República Dominicana podría crear una crisis humanitaria que abre la puerta para que miles de personas sean deportados y objetos de discriminación.   
El fallo, dado a conocer el jueves, es inapelable y le concede a la Junta Central Electoral un año de plazo para elaborar una lista de personas nacidas después de 1929 a las que se les quitará la nacionalidad dominicana.   
La medida abarca a los haitianos traídos al país, en su mayoría, como trabajadores agrícolas después de 1929 y a sus descendientes pues según la constitución, promulgada en 2010, y a una ley de migración de 2004, los hijos de inmigrantes sin autorización legal para vivir en el país no pueden ser considerados dominicanos debido a que a sus padres ahora se les considera extranjeros “en tránsito”.   
Muchos de los afectados por la medida “ahora son apátridas”, dijo Wade McMullen, abogado del Centro Robert F. Kennedy para la Justicia y los Derechos Humanos.
“Realmente no sabemos qué va a pasar con esta gente. Con base a lo que el gobierno dominicano está diciendo, estas personas no son ciudadanos dominicanos y tendrían que salir efectivamente rumbo a Haití, donde, además, no son ciudadanos. Crea una situación muy complicada”.   
El viernes Roberto Rosario, presidente de la Junta Central Electoral, dijo que “no se les niega el derecho a la nacionalidad, sino que les da la oportunidad de acceder a la nacionalidad y regularizarse mediante el plan nacional de regularización” Pero ni Rosario ni la junta ni la dirección de Migración dieron detalles sobre cómo se adelantaría la medida.   
José Ricardo Taveras, director de Migración, aseguró en un comunicado que una vez creado el inventario de descendientes de inmigrantes ilegales y puesto en marcha el eventual plan de regularización, “no debe pasar de dos años” para que los afectados se hayan legalizado.  
El plan nacional de regularización de ilegales, previsto en la ley de 2004, aún no existe y el director de Migración, José Ricardo Taveras, miembro de un partido nacionalista cuyos líderes mantienen desde hace décadas un discurso sobre la supuesta “haitianización” del país, no detalló si existe un proyecto para crearlo.
No existen cifras sobre la cantidad exacta de personas que serían afectadas pero el viernes Joseph Cherubin, presidente de una organización no gubernamental de defensa de derechos de los inmigrantes, cree que pueden ser unas 300.000 personas las afectadas, con base en una reciente encuesta que estima que 210.000 personas de origen dominicano son de ascendencia haitiana y otros 34.000 son nacidos de padres que tienen otra nacionalidad.   
Este estudio es respaldado por la ONU.  La organización no gubernamental Centro Bonó estima que los afectados son cientos de miles; unas cuatro generaciones de afectados.
Antes de la promulgación de esa ley y la nueva Constitución, estas personas eran consideradas dominicanas y sus actas de nacimiento y documentos de identidad les eran expedidos.   
Pero desde 2007, el registro civil suspendió la expedición de cédulas y dejó de emitir las copias certificadas de las actas de nacimiento de estas personas por considerar a sus padres o abuelos, como extranjeros en tránsito, no podían declarar como dominicanos a sus hijos.   
Estas personas nacieron en las décadas de los 70, 80 y 90 en el país. De acuerdo con estadísticas oficiales, la Junta Central Electoral tiene bajo investigación unas 16.000 actas de nacimiento de las últimas décadas y se ha negado a expedir documentos de identidad a unas 40.000 personas desde 2007.   
La Iniciativa de Justicia de la organización estadounidense Open Society “está impactada y profundamente preocupada”, dijo Julia Harrington, funcionaria de asuntos legales para la igualdad y ciudadanía.   
“Uno siente que eso va a llegar, que en cualquier momento me detienen (los agentes migratorios) y me mandan a Haití”, dijo Elmo Bida Joseph, estudiante de 21 años a quien las autoridades no le expidieron un documento de identidad y anularon una copia certificada de su acta de nacimiento debido a que es hijo de inmigrantes haitianos.   
Cientos de dominicanos de ascendencia haitiana también han sido deportados por carecer de documentos de identidad, recordó Altagracia Jean, activista de la organización que preside Cherubin y a quien la Junta Central Electoral le negó sus documentos durante cinco años.   
Las autoridades migratorias realizan operativos permanentemente en las calles de sus ciudades y detienen y deportan a haitianos que cruzan la frontera, sin permiso migratorio, en busca de trabajo.  
“Uno está en la calle y sólo por el color de piel un agente le pide documentos”, dijo Jean. Tras la decisión del tribunal “no sé qué va a pasar conmigo, si me van a volver a retener” el acta de nacimiento.   
Los agentes de inmigración usualmente echan mano de los rasgos faciales y el color más oscuro de piel de los haitianos para identificarlos y pedirles que muestren sus documentos migratorios, según la organización Servicio Jesuita para Refugiados y Migrantes.  
Las fuerzas armadas también mantienen operativos permanentes para detener el constante flujo de haitianos que cruzan la frontera sin permiso. Desde agosto de 2012, el Ejército ha detenido y repatriado cerca la frontera a unos 48.000 inmigrantes haitianos, indicó el viernes el jefe de esa institución, Rubén Darío Paulino.   
“Vi todos mis sueños rotos”, se lamentó Bida Joseph, quien por falta de esos documentos no pudo inscribirse en una academia de béisbol. “Que de pronto te digan que no, que no eres dominicano; es muy frustrante”.  
El joven nacido en un “batey”, como se conoce a los pueblos dentro de los cañaverales habitados principalmente por inmigrantes haitianos y sus descendientes, no habla creole ni francés y nunca ha viajado Haití.  
Como carecía de su documento de identidad, perdió hace un año su trabajo como técnico de cámaras de seguridad y está en riesgo de abandonar sus estudios de ingeniería industrial, ya que el plazo que la otorgó la universidad para presentar sus documentos está por vencer.
David Abraham, profesor de derecho en la Universidad de Miami, dijo que la medida era parte de una campaña mayor para impedir el ingreso de haitianos y alentar la auto deportación de quienes ya se encuentran en el país.   
“El miedo de la República Dominicana de ser rebajada al nivel económico de Haití y el `ennegrecimiento’ del país obsesionan a los políticos dominicanos desde hace bastante más de un siglo”, dijo Abraham en alusión a las diferencias raciales y al hecho de que Haití es uno de los países más pobres del mundo.   
La abrumadora mayoría de los haitianos son negros mientras que los dominicanos son mestizos.  La oficina del primer ministro haitiano Laurent Lamothe se negó a hacer declaraciones sobre el fallo. 
El Tribunal Constitucional argumentó que no deja sin patria a los miles de afectados, ya que la constitución haitiana otorga la nacionalidad de ese país a todos los descendientes de haitianos sin importar el lugar donde nazcan.  
Pero para la jueza de ese tribunal, Katia Miguelina Jiménez, quien votó en contra de la sentencia, aprobada con el voto de 11 de sus 13 jueces, el fallo deja “desprovista de la nacionalidad dominicana, deviniendo en apátrida (...) a miles de personas que nacieron en suelo dominicano”.  
“Es un absurdo; ahora resulta que el gobierno dominicano le quiere dar la nacionalidad de otro país (Haití) a gente nacida en su territorio”, dijo el activista Cherubin.   
Durante décadas, miles de inmigrantes del vecino Haití fueron llevados a trabajar a los cañaverales dominicanos de capital estadounidense, donde permanecieron el resto de sus vidas y formaron sus familias. Sus descendientes nacidos en República Dominicana eran reconocidos por las autoridades como dominicanos, con base en las leyes vigentes en ese momento. 
Según una reciente encuesta del Ministerio de Economía, en República Dominicana viven unos 458.000 inmigrantes haitianos y que la población de origen haitiana es superior a 688.000, es decir, poco menos del 10% de la población del país. 
El fallo del tribunal “abre las puertas para resolver definitivamente un problema que mantiene una herida abierta en la sociedad dominicana”, dijo el viernes Taveras, el director de inmigración.
Pero para el activista Cherubin la decisión del tribunal y de la Junta Central Electoral no es más que “una persecución” en contra de los descendientes de haitianos. 
Martha Cuba Bautista, nacida en 1979 en República Dominicana de padres haitianos dijo que pese a tener acta de nacimiento y cédula dominicana no ha podido registrar el nacimiento de su hija debido a su ascendencia haitiana.
La decisión del tribunal fue difundida sólo días después de que los representantes de la ONU y ACNUR se reunieran el pasado 13 de septiembre con el presidente Danilo Medina para solicitarle su intervención a fin de solucionar la situación de las miles de personas a quienes la Junta Central Electoral les niega sus documentos.
Medina, quien nunca se ha referido públicamente al tema, indicó que no podía intervenir porque la decisión estaba en manos de otro poder del Estado. 
“Es un genocidio civil”, de acuerdo con el abogado Cristóbal Rodríguez, quien encabezó uno de los dos procesos judiciales de dominicanos de ascendencia haitiana a quien las autoridades le niegan la nacionalidad que han llegado a Corte Interamericana de Derechos Humanos.  
 Recordó que no se trata de darles el derecho a obtener la nacionalidad, pues “han sido dominicanos toda su vida