domingo, 27 de junio de 2010

Microcuentos

La mano - Ramón Gómez de la Serna

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino. La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto. Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano? Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».

Dinosaurio - Augusto Monterroso

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

La hormiguita viajera - Dalmiro Sáenz

La hormiguita viajera se escapó del cuento que lleva su nombre.Negra, en bolas y sin documentos no pudo llegar muy lejos.Llegó hasta acá.
Dalmiro Sáenz - Cuentos para niños pornográficos, Planeta, 1993

Herencia- María José Barrios

Tiene los ojos tristes de su madre, la nariz griega de su padre, el mentón altivo de su abuela materna y las orejas pequeñas de un primo lejano del que nunca llegó a fiarse demasiado. Lo guarda todo en un cajoncito del salón, porque le gusta tenerlo siempre a mano cuando vienen las visitas y que ellos mismos puedan comprobar el asombroso parecido.

El profesional del suicidio - Miguel Garrido Pérez

El joven Ernesto, empuñando una pistola, se presentó en casa del hombre que le había arruinado: "No voy a matarle, don Braulio", dijo, "sino a suicidarme ante usted. Caiga mi sangre sobre su conciencia y lo que es peor, sobre su magnífica alfombra persa". Don Braulio le disuadió: buenos consejos y una sugerencia: "Si desea quitarse la vida, ¿por qué no lo hace en casa del odioso Cortés?". Y le convenció con un cheque generoso. "Aunque no le conozca, la prensa buscará razones y arruinaremos su carrera". Pero el odioso Cortés le contrató para suicidarse en casa del pérfido Suárez, este le pagó para hacerlo en la de su enemigo Ramírez, y así sucesivamente. Ernesto se retiró veinte suicidios después. "La bondad de los hombres me ha salvado", solía decir.


Amor a la literatura - Luis Hervás Rodrigo

Desde pequeño siempre había tenido esa obsesión por los libros, una obsesión a la que sus padres contribuyeron de un modo decisivo, mostrándolo los beneficios que la literatura le podía proporcionar. Devoraba cualquier volumen que cayera en sus dominios, sin importar tema ó autor: geografía, Historia, ciencias, Poesía...todo lo asimilaba de una manera compulsiva, y entraba, sin remisión, a formar parte de su ser. Buscaba por las estanterías de la amplia biblioteca los ejemplares más voluminosos, con los cuales se entretenía por un periodo de tiempo relativamente largo, y cuando los terminaba, volvía, ansioso, a por otro. Desgraciadamente, la adquisición de un nuevo spray antipolillas acabó cierto día con su ilustrada vida, cuando aún no había acabado de engullir completamente, una interesante descripción del motor de combustión en la Enciclopedia Británica.

"El escritor, McOndo y la tradición" por Edmundo Paz Soldán


Comencé a escribir en serio cuando estudiaba en Buenos Aires, hacia 1986. Tenía diecinueve años. La ignorancia es atrevida: yo no conocía la tradición boliviana, y decidí crearme la mía propia y mirarme en el espejo de Borges, Kafka y Vargas Llosa. Con mis primeros cuentos armé mi primer libro: Las máscaras de la nada. Los amigos del libro lo publicó en Bolivia en 1990. En ese entonces no sabía cuáles eran mis proyectos estéticos o narrativos, pero no me importaba mucho. Importaba escribir. De las primeras lecturas críticas que se hicieron de mi obra, recuerdo que alguien escribió que mis cuentos eran "atemporales" y que podían ocurrir en cualquier lugar. Lo tomé como un elogio. Luego me di cuenta de que para muchos críticos locales, se trataba de una crítica: un escritor boliviano debía necesariamente hablar de la aguda crisis social del país, y si era posible utilizar el campo y las minas como territorios para la ficción.
Cuatro años después publiqué mi segundo libro de cuentos, Desapariciones, en la misma vena narrativa de Las máscaras. Algo ocurrió poco después: tuve una polémica con Cé Mendizabal, un crítico y escritor boliviano. Yo defendía la importancia de los premios literarios en un país como Bolivia, en el que hay pocas posibilidades de publicar libros; Cé defendía a sus amigos que andaban de poetas malditos en los cafés de La Paz, llevaban sus manuscritos bajo el brazo y tenían el noble gesto de ni siquiera intentar publicarlos. A partir de ahí comenzaron a surgir las críticas, sobre todo de parte de esos poetas y narradores que se las daban de malditos —algunos periodistas, algunos críticos, muchos ellos de la carrera de Literatura de la universidad estatal de La Paz-. Se me dijo que en mis libros no estaba el país. ¿Dónde estaban los campesinos? ¿Dónde, los mineros? Se me dijo que yo no sufría, que Bolivia no me dolía (supongo que esos críticos con los que jamás había intercambiado palabra alguna me conocían muy bien; y supongo que también pensaban que la medida del escritor la daba el sufrimiento: país sufrido como pocos, me pregunto, entonces, porque no tenemos la mejor literatura del mundo).
Estas críticas las viví con un gran sentido de culpa. Era inmaduro. Y la formación católica, bueno, no es fácil desecharla del todo. Decidí expiar la culpa con una novela: Alrededor de la torre. Era mi novela "boliviana", en la que me atrevía a mirar de frente el problema del racismo en el país. Y las críticas arreciaron: imagino que a algunos la novela, simplemente, no les gustó. Soy el primero en reconocer sus defectos. Pero otros dijeron que alguien que jamás había sufrido en carne propia el racismo era el menos indicado para escribir sobre ese tema (si los escritores sólo pueden escribir sobre lo que viven en carne propia, digamos adiós a la literatura). Ciertos frentes de batalla estaban trazados: yo no convencería a mis críticos de nada ni ellos tampoco a mí. Eso me liberó.
Fue más o menos en ese período que participé en la malhadada antologíaMcOndo. La antología, editada por los escritores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, era un intento de presentar una muestra de la nueva narrativa latinoamericana: urbana, hiperreal, reacia al realismo mágico, muy a tono con la cultura popular norteamericana y con las nuevas tecnologías que iban apareciendo en el paisaje del continente. Ya sabemos que McOndo cometió muchos errores y simplificaciones: no se puede, por ejemplo, combatir un estereotipo –Latinoamérica es el continente del realismo mágico, donde todo lo extraordinario es cotidiano— con otro –Latinoamérica como este gran universo urbano repleto de centros comerciales y celulares. De todos modos, la antología fue importante porque, junto al manifiesto publicado ese mismo año por los escritores del Crack, presentaba en escena, acaso de manera algo visceral, a una nueva generación de narradores latinoamericanos que intentaba recuperar lo mejor de la tradición literaria latinoamericana y a la vez, de manera paradójica, intentaba romper con esa tradición. En lo personal, formar parte de McOndo me ayudó a comenzar a leer a mis contemporáneos: leer a escritores como Alberto Fuguet o Rodrigo Fuguet me ayudó a soltarme, a tener una visión más irreverente y menos solemne de la literatura, a afianzarme en mi propio proyecto aunque ello significara sentirme un poco solo dentro de la tradición de mi país.
Decidí, entonces, volver al principio, pero con una diferencia: ahora, no era la ignorancia la atrevida, sino el conocimiento de causa. Si al principio no sabía de crítica o literatura nacionales, ahora sí sabía, pero tampoco me interesaba mucho entroncarme en la tradición boliviana o esforzarme por seguir cierto dogmatismo crítico. Las tradiciones, ya lo sabemos, se pueden tornar agobiantes cuando se las vive como obligaciones. Y las lecturas críticas son sólo eso, lecturas de críticos, ejercicios del criterio que pueden tornarse descriteriados cuando se convierten en culto de algo: del color local, de los que han sabido retratar mejor que nadie al aparapita paceño, del centro, de los márgenes, del margen del margen. Y sí, me alejaba de la tradición sabiendo, paradójicamente, que ese alejamiento era parte de la tradición: por más que dé mil volteos, desconozca o niegue a la literatura nacional o ambiente mi próxima novela en la China, soy parte de una literatura nacional. Como también me gustaría ser parte de la literatura latinoamericana, de la norteamericana y, por qué no, de la universal. Todo escritor debería aspirar a la universalidad.
Por supuesto, estoy consciente de los riesgos que implica mi proyecto narrativo: juntar elementos aparentemente incongruentes entre sí, elaborar una reflexión sobre el impacto de las nuevas tecnologías –la fotografía digital, la computadora—en el contexto de una novela realista, tradicional, de corte político-social, ambientada en uno de los países más atrasados del mundo. Digamos, juntar Borges con Vargas Llosa, y añadirle un toque de Philip Dick. Ahora sí, lo puedo decir: mi proyecto se funda en las críticas que recibí en Bolivia hace algunos años. Y me gusta el riesgo, que me digan que no se puede hacer lo que hago, o que lo que hago no cuaja del todo. Como dijo Roberto Bolaño, las malas críticas me las he ganado en el frente de combate, y no en simulacros de guerra. Incluso a ratos me arrepiento de todas las polémicas en las que incurrí. Parafraseando a Hemingway: mis ataques habrían valido la pena si al menos una de mis frases hubiera podido lograr que mis críticos escribieran mejor (sí, lo sé, esos críticos también pueden parafrasear a Hemingway).
Para mí, lo ideal sería que la novela pudiera crear un mundo autónomo y no tuviera que depender de la realidad para legitimarse. Creo firmemente en las ideas de Vargas Llosa acerca del "elemento añadido" en la ficción. Es decir, mi versión de Cochabamba, o Bolivia, o América Latina es una versión distorsionada, en la que se encuentran añadidos muchos elementos que no forman parte de la realidad, o se encuentran radicalizadas ciertas tendencias incipientes de esta realidad. Quizás haya más piratas informáticos en El delirio de Turing que en Bolivia. Pero no se trata de analizar cuán fiel a la realidad es mi versión de ésta, sino de ver si mi versión distorsionada puede alcanzar una autonomía estética, una coherencia narrativa propia. Por supuesto, cuando uno conoce muy bien el referente –cuando uno es boliviano, o latinoamericano-, ese referente se cuela en la lectura y a veces es imposible separarlo de la versión de éste que uno está leyendo. Y coteja. Y no se la cree. Son los riesgos, en todo caso asumidos. Prefiero, en todo caso, fracasar en el intento que dedicarme a escribir novelas en las que no haya apuesta alguna. Hace unos quince años yo buscaba leer novelas perfectas, redondas, obras maestras. Ahora, me doy cuenta que Philip Dick no escribió ninguna novela redonda –bueno, quizás Ubik— y sin embargo sus novelas imperfectas me dicen mucho más que las novelas redondas de muchos otros. Cruzo los dedos para que al menos eso me salve. Que los lectores no encuentren la perfección en mis obras, pero que descubran algo que les haga mirar el mundo de otro modo.

" Puerto Rico, USA" por Rosario Ferré

EI Senado pronto podría debatir un proyecto de ley que permitiría a los puertorriqueños que viven en la Isla votar por la estadidad, la independencia o por convertirse en un Estado Libre Asociado reforzado que, a la larga, evolucionaría hacia la soberanía. Los pareceres en la Isla están divididos de una manera casi igual entre la estadidad y el Estado Libre Asociado, siendo favorecida la independencia con menos del cuatro por ciento de los electores.

Pero si a los puertorriqueños que viven fuera de la Isla se les permite participar en el propuesto referendo, como algunos han recomendado, ellos podrían influir en la votación, porque muchos de ellos favorecen la independencia. Esto podría significar que a la próxima generación de puertorriqueños se les privaría del derecho de la ciudadanía estadounidense.

Como escritora puertorriqueña, constantemente me enfrento al problema de identidad. Cuando viajo a Estados Unidos me siento corno una latina, como Chita Rivera. Pero en América Latina, me siento; más norteamericana que John Wayne. Ser puertorriqueño es ser un híbrido.

Nuestras dos mitades son inseparables; no podemos prescindir de una sin sentirnos mutilados.

Durante muchos años, mi preocupación ha sido evitar que mi ego hispano sea sofocado. Ahora descubro que es mi ego norteamericano el que está siendo amenazado.

Recientemente estuve en una gira de promoción de una de mis obras por Estados Unidos. A dondequiera que fui, la gente que sabía del plebiscito me preguntaba: "¿Por qué ustedes quieren ser norteamericanos?"

La pregunta era inquietante. Los puertorriqueños hemos sido norteamericanos por casi 100 años. Por lo menos 6,000 puertorriqueños han muerto luchando por Estados Unidos, y muchos miles más han servido en las guerras de Corea y de Vietnam. Mi hijo dirigió un pelotón de soldados puertorriqueños en la Guerra del Golfo Pérsico. En aquel entonces, nadie le preguntó si quería ser norteamericano. El simplemente cumplió con su deber.

Los puertorriqueños que viven en el Continente piensan de la Isla de una manera muy similar a como los norteamericano - africanos piensan del África: un lugar casi mítico, habitado por dioses ancestrales. Para dichos puertorriqueños, la tierra natal es un lugar de origen, prueba de la "diferencia" vital que nos separa de los que puede parecer la vasta identidad de Estados Unidos.

Los puertorriqueños que viven en Estados Unidos señalan también que la delincuencia, las drogas, el SIDA y otros males son resultado de demasiado progreso al estilo norteamericano. Ellos quieren que nosotros preservemos en la Isla el paraíso bucólico que dejaron atrás, un lugar en el que uno pueda manejar indolentemente por avenidas medio desiertas, pasear de noche por las calles sin estar aterrorizados, ir de paseo por las montañas, todavía cubiertas de exuberante vegetación.

Pero este paraíso existe sólo en sus mentes. Los puertorriqueños ya se han unido al primer mundo y están envueltos profundamente con los intereses norteamericanos.

Los puertorriqueños han contribuido con más de $500,000 a las campañas políticas de Estados Unidos. Nosotros tenemos nuestras razones. El resultado de la votación en el Senado podría tener un gran impacto. Toda vez que nosotros, prácticamente, no contamos con recursos naturales, la independencia, con toda seguridad perjudicaría la economía de Puerto Rico. Significaría pobreza, servicios de salud y educación deteriorados, una infraestructura desintegrada y, lo peor de todo, la desaparición de la clase media puertorriqueña.

En 1976 viví en México por un año y aprendí a qué se asemeja vivir en una nación que se llama a sí misma una democracia, pero donde una pequeña clase de ricos domina a la vasta mayoría que es pobre. Puerto Rico es diferente. Su fuerte clase media está situada aparte. Nuestro ingreso promedio por familia es de $27,000 número ingreso anual per cápita es de $8,500, comparado con $4,000 en la mayor parte de América Latina.

La mayoría de los puertorriqueños aprecia la ciudadanía estadounidense. Representa para nosotros la estabilidad económica y la seguridad de las libertades civiles y de la democracia. Por otro lado, nosotros queremos nuestra lengua y nuestra cultura. Así, la situación de Puerto Rico, históricamente, ha sido una paradoja.

Viviendo en la Isla, hemos visto de cerca el drama de nuestra situación. He sobrevivido dos plebiscitos, ambos no obligatorios, y he votado por la independencia. Era la única solución honorable, porque perder nuestra cultura y lengua hubiese sido una forma de suicidio espiritual.

Pero las condiciones han cambiado. Los latinos son la minoría de mayor crecimiento en Estados Unidos; para el 2010, se espera que sus cifras alcancen los 39 millones, más que la población de la mayoría de las repúblicas latinoamericanas. El bilingüismo y el multiculturalismo son aspectos vitales de la sociedad estadounidense. El condado de Dade, en la Florida, es hispano en alrededor de un 60 por ciento. La ciudad de Nueva York, Los Angeles, Houston y Chicago, todas cuentan con grandes poblaciones hispanas. La realidad es que a nosotros ya no se nos puede "hacer desaparecer".

El presidente Bill Clinton declaró recientemente, en términos indubitables, que para llegar a ser estado, Puerto Rico no debe ser obligado a adoptar el inglés como su único idioma oficial y, por lo tanto, tampoco a abandonar posiblemente su cultura hispana. La decisión sobre el idioma, dijo, hay que dejarla a los puertorriqueños, como fue con el caso de Hawai, donde tanto el inglés como el dialecto hawaiano se convirtieron en idiomas oficiales. La observación de Clinton reconocía que la diversidad étnica ha llegado a ser un valor fundamental en Estados Unidos.

Los puertorriqueños han sido norteamericanos desde 1898 y nuestra cultura e idioma siguen siendo tan saludables como nunca. Ya no somos pobres, desnutridos o anémicos. nosotros somos: bilingües, mulato-mestizos, y orgullosos de ello. Ya no tenemos que temer que "el otro" nos devore.

Nosotros hemos llegado a ser el otro. Como puertorriqueña y norteamericana creo que nuestro futuro como comunidad es inseparable, cultura e idioma, pero también y vehementemente comprometida con el mundo moderno. Es por eso que voy a apoyar la estadidad en el próximo plebiscito.

Esta columna se publicó en The New York Times el jueves 19 de marzo de 1998 y su traducción en El Nuevo Día el lunes 23 de marzo de 1998.

" Carta abierta a Pandora" de Ana L. Vega

Para Rosario Ferré


¿Quién eras tú, Pandora, cuando en la turbulenta década de los setenta creaste la más explosiva revista puertorriqueña de vanguardia literaria? ¿Quién eras, cuando en el 76 diste a luz las inolvidables páginas de un libro luminoso que abrió caminos de libertad para toda una generación de escritoras?

¿Serías la misma que hace unos días, bajo el manoseado eslogan de "Puerto Rico USA", le entregara al New York Times una tan triste apología de la asimilación? Serías la misma que, el pasado 19 de marzo, proclamándose "más americana que John Wayne", le anunciara alegremente a nuestros conquistadores que por fin habíamos llegado a ser como ellos?

Desde que despuntaste como estrella literaria en el panorama cultural de nuestro país, hace más de veinticinco años, he seguido tus pasos con entusiasmo y orgullo. Como colega de oficio, he tenido el honor de haber compartido tribuna contigo en múltiples foros, y figurado junto a ti en numerosas publicaciones. La lealtad y el respecto a tu obra y a tu persona son las razones que me mueven a dedicarte hoy esta columna, inspirada menos por la indignación que por el desencanto.

El que hayas cambiado de afiliación política no es motivo de alarma. Ni la primera ni la última serías en haberlo hecho. ¡Si hasta Muñoz Marín alegó "errores de juventud" cuando se puso la pava! Lo que asombra, más bien, es la discutible calidad de los argumentos que esgrimes para justificar el cambio.

En tu artículo, defines al puertorriqueño como un "ser híbrido", una especie de monstruo de dos cabezas y dos almas. Tu freudiana interpretación de la realidad nacional postula campechanamente la coexistencia armónica de "un ego hispano" (ni siquiera boricua) y un "ego norteamericano". En tu fértil imaginación, el primero está encarnado por Chita Rivera, la vedette de Broadway, la sandunguera Anita de la versión teatral de West Side Story. El segundo, a juzgar por la imagen de vaquero machote y mataindios que has escogido para representarlo, debe ser todo un señor superego. Aquí entre nos, no vayas a creer que te estoy reprochando tu afición por el Western. A cada cual sus gustos cinematográficos. Pero, ¿no te parece que pudiste haber escogido un símbolo más noble como representación de la nación a la que quieres integrarnos?

La selección es bastante significativa. En virtud de ese extraño síndrome de Jekyll y Hyde que reclamas como identidad profunda del puertorriqueño, te instalas ingenuamente en el reino de los estereotipos, experimentando un curioso cambio de sexo al pasar de lo "hispano" a lo "norteamericano". Aunque todo esto de la hibridez podría resultar muy fascinante como exploración autobiográfica, la pretensión de proyectar tu condición personal sobre la totalidad del país me parece un tanto arriesgada.

Tu teoría, por otra parte, tiene un sospechoso trasunto a mitología estadolibrista de los cincuenta. Sí, chica, -te acuerdas?- aquella letanía de la esquizofrenia portorricensis cantaleteada sin piedad desde la etapa prenatal para colonizarnos hasta las entretelas: dos lenguas, dos himnos, dos gobiernos, dos banderas, "pollito chicken, gallina hen, lápiz pencil y pluma pen". No hay aquí, si vamos a ver, grandes sorpresas. Cualquier semejanza entre tus opiniones, la criatura bautizada con el exótico nombre de "estadidad jíbara" y la rancia doctrina de la "Vitrina del Caribe", ¿será pura coincidencia?

Algo más desconcertante es tu peregrina afirmación de que "los puertorriqueños ya se han unido al primer mundo". Antes que nada, habría que precisar a cuáles de nuestros compatriotas te estás refiriendo. ¿No será, por casualidad, a aquéllos que -según nos informas- "han contribuido con más de $500,000 a las campañas políticas de los Estados Unidos? Los demás, que yo sepa, andan por ahí chiripeando a brazo partido y camuflando su pobreza tras los cheques de alimentos. Y el resto -no se te vaya a olvidar- alzó el vuelo rumbo al Norte hace bastante tiempo, cuando al gobierno le dio con promover la mudanza al cielo gringo como solución a la miseria y el desempleo. Tan "primer mundo" no puede ser un país que tiene la mitad de su población errante y la otra mitad encadenada al mantengo.

A esos boricuas emigrados, dicho sea de paso, no les reservas un trato muy tierno, actitud algo contradictoria para toda una "US Latino writer". Primero, invocas a San Alejo para que los aleje del plebiscito, por aquello de que sus supuestas simpatías independentistas no vayan a "privar del derecho a la ciudadanía americana a la próxima generación de puertorriqueños". Luego (palo si bogas y palo si no bogas), no sólo los críticas por idealizar al país que perdieron, sino también por denunciar la devastación ecológica y social que ha traído a la isla el progreso a la americana.

La soberanía es imposible porque "prácticamente, no contamos con recursos naturales", sentencias montada en ese viejo y cansado caballo de Troya de los estadistas. A esa trillada observación le sigue otra igualmente predecible sobre el deprimido per cápita de los desposeídos del hemisferio. Tu voz me trae ecos de aquellas maestras de Estudios Sociales de nuestra educación primaria que, día tras día, nos machacaban la dependencia y la impotencia, mientras nos vacunaban, con inyecciones de arrogancia, contra la solidaridad latinoamericana.

Como las dos Isabeles de tu célebre cuento, se enfrentan hoy tal vez, en ese campo de batalla que es la página, dos escritoras. Ojalá, querida Pandora, que aquélla que una vez abofeteara la cara hipócrita de la sociedad con la explosiva verdad de sus papeles, no se haya rendido ante la que hoy derrama estereotipos y clisés en apoyo a una postura desmentida por sus libros. Ojalá que ese artículo tan poco afortunado fuera la obra de una mano alevosa que, amparada en el prestigio de tu nombre, hubiera puesto todo su vano esfuerzo en empañarlo.

Tan "primer mundo" no puede ser un país que tiene la mitad de su población errante y la otra mitad encadenada al mantengo

"Majestad negra" Luis Palés Matos


Por la encendida calle antillana
Va Tembandumba de la Quimbamba
--Rumba, macumba, candombe, bámbula---
Entre dos filas de negras caras.
Ante ella un congo--gongo y maraca--
ritma una conga bomba que bamba.
Culipandeando la Reina avanza,
Y de su inmensa grupa resbalan
Meneos cachondos que el congo cuaja
En ríos de azúcar y de melaza.
Prieto trapiche de sensual zafra,
El caderamen, masa con masa,
Exprime ritmos, suda que sangra,
Y la molienda culmina en danza.
Por la encendida calle antillana
Va Tembandumba de la Quimbamba.
Flor de Tórtola, rosa de Uganda,
Por ti crepitan bombas y bámbulas;
Por ti en calendas desenfrenadas
Quema la Antilla su sangre ñáñiga.
Haití te ofrece sus calabazas;
Fogosos rones te da Jamaica;
Cuba te dice: ¡dale, mulata!
Y Puerto Rico: ¡melao, melamba!
Sus, mis cocolos de negras caras.
Tronad, tambores; vibrad, maracas.
Por la encendida calle antillana
--Rumba, macumba, candombe, bámbula--
Va Tembandumba de la Quimbamba.

"Las malas palabras" Eduardo Galeano


Ximena Dahm andaba muy nerviosa, porque aquella mañana iba a iniciar su vida en la escuela. Corriendo iba de un espejo al otro, por toda la casa; y en uno de esos ires y venires, tropezó con un bolso y cayó desparramada al piso. No lloró, pero se enojó:

--¿Qué hace esta mierda acá?

La madre educó:

--Mijita, eso no se dice.

Y Ximena, desde el piso, curioseó:

--¿Para qué existen, mamá, las palabras que no se dicen?

"Llámenme Gloria" de Ana L. Vega

Llámenme Gloria

Por: Ana Lydia Vega
Escritora
jueves, 5 de julio de 2001

EXCÚSENME SI empiezo por presentarme. Aunque llevo más de cien años ondeando bajo el cielo de esta hospitalaria Antilla, razones tengo para pensar que sigo siendo, entre ustedes, una total desconocida. Aquí donde me ven, acabo de celebrar mis dos siglos y cuarto de vida. Saquen cuenta los incrédulos .

En 1776, el general George Washington me declaró estandarte del Ejército Continental que puso a correr como cucarachas a los ingleses. Todavía en aquel momento no me engalanaba la brillante constelación que más tarde vendría a realzar la sobria elegancia de mis franjas rojas y blancas. Un año después, el Congreso de los Estados Unidos premió mi distinguidísima carrera subversiva ascendiéndome al pabellón nacional de la primera república de las Américas. Salí pues de las humildes y laboriosas manos de doña Betsy Ross cosida, lavada y perfumada para mi estreno mundial. Soy, por si no lo sabían, la bandera revolucionaria más antigua del hemisferio occidental.

Cuando la posibilidad del regicidio ni siquiera rozaba la imaginación de los europeos, ya yo inspiraba sueños de rebelión en las 13 colonias británicas. Mi histórica gesta fue -si se me permite esa pequeña inmodestia- ejemplo libertador para los miserables de Francia, los esclavos de Haití y los criollos latinoamericanos.

Admitan, a la luz de mi apasionante biografía, que el simpático apodo de "Old Glory" me sienta de maravilla. Me lo endilgó mi amigo el capitán Driver, a quien por siempre le agradeceré el haberme salvado el pellejo durante la guerra civil. Mención especial también merece Francis Scott Key, autor del célebre poema promovido a himno que acabó de consolidar mi estrellato. Con semejante pedigrí, les juro por la Campana de la Libertad que siempre viví en la absoluta certeza de un futuro decente.

No estaba nada preparada para el mal rato que la historia me tenía en remojo. Cuando rugieron los cañones de la Guerra Hispanoamericana, se revolcaron en sus tumbas los Founding Fathers. ¡Qué escándalo sin precedentes! ¡Los inventores del independentismo, los campeones del anticolonialismo convertidos, poco más de un siglo después, en vulgares invasores de islas indefensas!

Intentos de tapar el cielo con la mano no faltaron. Mientras los más hipócritas invocaban la solidaridad internacional, los más cínicos se amparaban en la doctrina del Destino Manifiesto. Y todos continuaron, felices y contentos, celebrando el 4 de julio con fuegos artificiales. ¿Para eso fue que me engancharon, a son de trompetas, las tropas del general Miles en las astas mohosas que dejó vacante la bandera española? Cada vez que me acuerdo, se me quieren caer de vergüenza las estrellas. De tanto abuso que presencié, me agarró una depresión galopante. Perdí la alegría de flotar. Me dejaba izar y arriar sin entusiasmo mientras meditaba franjibaja sobre las contradicciones genéticas del homo americanus.

Un buen día, abrí los ojos y vi que no estaba sola. Allí, mirándome de lo más carifresca, daba bandazos al viento una especie de cruce entre la bandera de Cuba y la de Texas. Me pareció increíble que fuera la de Puerto Rico. Delante de mí, por lo menos, nadie había proclamado ninguna independencia. Confieso que me alegré. Bastantes sufrimientos le había costado a la pobre llegar a treparse en ese palo. En los 49 años que llevamos juntas, no he hecho más que escuchar su lamento borincano: que estuvo más de medio siglo metida en el clóset; que los mismos que la sacaron luego la persiguieron; que los del otro bando igual la fastidiaron; que todavía hoy, cuando por fin la reconoce el pueblo entero, tiene que seguir de rabo mío, colgada como un cero a mi izquierda... Yo la dejo pataletear y desahogarse sin decir ni esta boca es mía. A estas alturas, no estoy para meterme a sicóloga. Sépase, por si las dudas, que yo también tengo mis traumas. Sospecho que me estoy quedando ciega. O, a lo mejor, me estoy poniendo vieja.

Lo cierto es que me resulta cada vez más difícil distinguir a mis fanáticos de mis críticos. En realidad, de un tiempo para acá, me asustan muchísimo más los primeros. Aquellos que se esgalillan vociferando insultos en defensa mía, los que me agitan como pandereta de parranda y hasta me encaraman con grúas en los postes de la luz, me lucen mucho más alejados de mi credo que los que antes me desgarraban o me pegaban fuego en nombre de la justicia.

PÓNGANLE EL sello: la estadía prolongada en una colonia termina por nublar el entendimiento. Eso me cantaletea día y noche mi colega la monoestrellada.

Mientras tanto, la banderita azul celeste de Isla Nena se ha ido aguzando. Últimamente, le ha dado con invitarme a la desobediencia y créanme que lo he considerado. Estoy loca porque se vaya la Marina, a ver si se me cicatriza la autoestima.

Antes de despedirme, estimados amigos y vecinos, permítanme un pequeño consejo. En vez de estrujarme y zarandearme como a un infame trapo de fregar, descubran mi verdadera identidad de bandera libertaria. Y, por aquello de ayudarme a rescatar mi "standing" ancestral, háganme un gran favor: llámenme Gloria.

Mayúsculas

Cambia las palabras a mayúsculas donde sea necesario.

- queridísimo fernando: sé que has obtenido un éxito muy valioso. ¡enhorabuena! me alegro sinceramente. es un orgullo sentirse amigo de gente como tú. ¡eres un "tío" estupendo!
saludos cariñosos a tu familia.


te abraza fuertemente


manolo.

- la historia conserva el nombre de tres caballos famosos:
bucéfalo, caballo de alejandro magno; babieca, del cid campeador; y rocinante, el de don quijote de la mancha.

- recordamos que los puntos cardinales son cuatro: norte (n), sur (s), este (e) y oeste (o).


- vieques y culebra son dos islas que pertenecen a puerto rico.

Ejercicios de puntuación

1. Escribe una coma donde sea necesario.

- Tienes que estudiar mucho hijo mío para llevar buenas notas.


- Presiento mi querido amigo que vas a llevarte un desengaño.


- Sálvanos socorrista que nos ha dado un calambre.


- Las señoras lloran las niñas cantan los hombres se van el verdadero calor viene porque es necesario que llegue el buen tiempo para que crezca el amor.

- Dicen de Venecia la reina del Adriático que es la capital del romanticismo.


- El ladrón que lo había escuchado todo corrió a darles las noticias.


- Y llegando las vísperas de las fiestas toda la ciudad se pone en movimiento.

- 
Yo creo que atareado como estamos todos lo mejor será que cada uno se vaya a su trabajo.

2. Escribe el punto y coma donde sea necesario.

- El remordimiento es castigo del criminal el arrepentimiento es su pena.

- Se puede vivir sin dinero, sin crédito, sin estima pero es imposible vivir sin esperanza.

- La madre es la que comparte con nosotros los infortunios y los males la que vela nuestro sueño la que cuenta por segundos las horas de nuestro padecer la que cierra nuestros párpados a la hora de descansar.

- Poco a poco fue fabricando todo lo que necesitaba. El primer año miraba sin cesar el horizonte el segundo, sólo a veces el tercero, nunca.


- Su vida en la isla era tranquila ya llegaría el día en que tendría que volver a su antiguo mundo.

3. Escribe el punto donde sea necesario. No olvides escribir las mayúsculas después de los puntos.

- Me dirijo Ud, Sr Presidente, para aclararle que nunca quise ofender a nadie creo que se han malinterpretado mis palabras si es que yo me expliqué mal, ruego me perdonen

- 
A la salida del colegio, dimos un paseo por los jardines de El Retiro era una gozada ver La Rosaleda en plena primavera jamás había contemplado tantas rosas tan bonitas montamos un ratito en barca eso nos encantaba a todos

Ejercicios de acentuación

Escribe el acento donde sea necesario.

I.

- Mi amigo quedo clasificado en el lugar decimoseptimo.


- El puesto decimonono lo ocupo un compañero suyo.


- El futbol iberoamericano es superior al baloncesto.


- Las palabras que tienen una silaba se llaman monosilabas.


- Con el vaiven de la barca se me perdio el limpiauñas.


- Se deshizo facilmente del ciempies de un puntapie.

- Rapidamente deduje que aquel señor era italo-americano.


- Siguiendo un pasamanos llegamos al tiovivo de la feria.

- Estudiaba inutilmente aquel mapa historico-geografico.


- El hombre castellano-leones se diferencia del galaico-portugues.


- Dificilmente entendia aquel problema fisico-quimico.


- Comunmente es preferible el examen teorico-practico.


- Considerado friamente, más bien parecia un metomentodo.

II.

- Tambien despues de comer podeis y debeis descansar.


- Cuidate mucho y cuidalo tambien a el.


- Maria decia que su tia habia sufrido una caida.


- El tahur llevaba metido en el baul un buho disecado.


- Yo diria que eso que pediais os sentaria mal.


- Creo que contribui a que vuestra huida no produjera ruido.


- 
No te cohibo ni te prohibo absolutamente nada.


- Habian destruido una iglesia construida por los jesuitas.


jueves, 24 de junio de 2010

"El lobo, el bosque y el hombre nuevo" de Senel Paz

http://www.hamalweb.com.ar/ellobo.pdf

http://www.deisidro.com/docs/lobo-cuento.pdf

"Oubao-moin" de Juan Antonio Corretjer

El río de Corozal, el de la leyenda dorada.
La corriente arrastra oro. La corriente está ensangrentada.
El Río Manatuabón tiene la leyenda dorada.
La corriente arrastra oro. La corriente está ensangrentada.
El rio Cibuco escribe su nombre con letra dorada.
La corriente arrastra oro. La corriente está ensangrentada.
Allí se inventó un criadero. Allí el quinto se pagaba.
La tierra era de oro. La tierra está ensangrentada.
En donde hundió la arboleda su raíz en tierra dorada,
allí las ramas chorrean sangre. La arboleda está ensangrentada.
Donde dobló la frente india, bien sea tierra, bien sea agua,
bajo el peso de la cadena, entre los hierros de la ergástula,
allí la tierra hiede a sangre y el agua está ensangrentada.
Donde el negro quebró sus hombros, bien sea tierra o sea agua,
y su cuerpo marcó el carimbo y abrió el látigo su espalda,
allí la tierra hiede a sangre y el agua está ensangrentada.
Donde el blanco pobre ha sufrido los horrores de la peonada,
bajo el machete del mayoral y la libreta de jornada
y el abuso del señorito, allí sea tierra o allí sea agua,
allí la tierra está maldita y corre el agua envenenada.

Gloria a esas manos aborígenes porque trabajaban.
Gloria a esas manos negras porque trabajaban.
Gloria a esas manos blancas porque trabajaban.
De entre esas manos indias, negras, blancas,
de entre esas manos nos salió la patria.
Gloria a las manos que la mina excavaran.
Gloria a las manos que el ganado cuidaran.
Gloria a las manos que el tabaco, que la caña y el café sembraran.
Gloria a las manos que los pastos talaran.
Gloria a las manos que los bosques clarearan.
Gloria a las manos que los ríos y los caños y los mares bogaran.
Gloria a las manos que los caminos trabajaran.
Gloria a las manos que las casas levantaran.
Gloria a las manos que las ruedas giraran.
Gloria a las manos que las carreteras y los coches llevaran.
Gloria a las manos que las mulas y caballos ensillaran y desensillaran.
Gloria a las manos que los hatos de cabras pastaran.
Gloria a las manos que cuidaron de las piaras.
Gloria a las manos que las gallinas, los pavos y los patos criaran.
Gloria a todas las manos de todos los hombres y mujeres que trabajaron.
Porque ellas la patria amasaran.
Y gloria a las manos, a todas las manos que hoy trabajan
porque ellas constuyen y saldrá de ellas la nueva patria liberada.
¡La patria de todas las manos que trabajan!
Para ellas y para su patria, ¡Alabanza!, ¡Alabanza!


"Dos palabras" de Isabel Allende

Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con é1. Su oficio era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin en el universo y más allá.

Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las l1anuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos le animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y sus ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.

Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo rnás que su timidez. Se acercó a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.

--¿Qué es esto?--preguntó.

--La página deportiva del periódico--replicó el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia.

La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.

--Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero Tiznao en el tercer round.

Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras envasadas.

Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó que se dirigiera a ella.

--A ti te busco--le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.

Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.

--Por fin despiertas, mujer--dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.

Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.

--¿Eres la que vende palabras?--preguntó.

--Para servirte--balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.

El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al hombre más solo de este mundo.

--Quiero ser Presidente—dijo él.

Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años, durmiendo a la intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre.

--Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un discurso?--preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.

Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus manos, de estrecharlo entre sus brazos.

Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba sujetándolo con la punta de los dedos.

--¿Qué carajo dice aquí?--preguntó por último.

--¿No sabes leer?

--Lo que yo sé hacer es la guerra--replicó é1.

Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.

--Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve, Coronel--aprobó el Mulato.

--¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?--preguntó el jefe.

--Un peso, Coronel.

--No es caro--dijo é1 abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los restos del último botín.

--Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas--dijo Belisa Crepusculario.

--¿Cómo es eso?

Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusive. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien. Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde é1 estaba sentado y se inclinó para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrándo en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho.

--Son tuyas, Coronel--dijo ella al retirarse--. Puedes emplearlas cuanto quieras.

El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.

En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por é1. Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de é1. Viajaron de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus seguidores y de sus enemigos.

--Vamos bien, Coronel--dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.

Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes.

--¿Qué es lo que te pasa, Coronel?--le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos palabras que llevaba clavadas en el vientre.

--Dímelas, a ver si pierden su poder--le pidió su fiel ayudante.

--No te las diré, son sólo mías--replicó el Coronel.

Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte, el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma empuñada.

--Tú te vienes conmigo--ordenó.

Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco esta dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa.

--Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría--dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer.

El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.

"Hablando en castellano" de Gabriel Celaya

Hablando en castellano,
mordiendo erre con erre por lo sano,
la materia verbal, con rabia y rayo,
lo pone todo en claro.
Y al nombrar doy a luz de ira mis actos.

Hablando en castellano,
con la zeta y la jota en seco zanjo
sonidos resbalados por lo blando,
zahondo el espesor de un viejo fango,
cojo y fijo su flujo. Basta un tajo.

Hablando en castellano,
el "poblo, puoblo, puablo", que andaba desvariando,
se dice por fin pueblo, liso y llano,
con su nombre y conciencia bien clavados
para siempre, y sin más puestos en alto.

Hablando en castellano,
choco, che, te, ¡zas!, ¿ca? Canto claro
los silbidos y susurros de un murmullo que a lo largo
del lirismo galaico siempre andaba vagando
sin unidad hecha estado.

Hablando en castellano,
tan sólo con hablar, construyo y salvo,
mascando con cal seca y fuego blanco,
dando diente de muerte en lo inmediato,
el estricto sentido de lo amargo.

Hablando en castellano,
las sílabas cuadradas de perfil recortado,
los sonidos exactos, los acentos airados
de nuestras consonantes, como en armas, en alto,
atacan sin perdones, con un orgullo sano.

Hablando en castellano,
las vocales redondas como el agua son pasmos
de estilo y sencillez. Son lo rústico y sabio.
Son los cinco peldaños justos y necesarios
y de puro elementales, parecen cinco milagros.

Hablando en castellano,
mal o bien, pues que soy vasco, lo barajo y desentraño,
recuerdo cómo Unamuno descubrió su abecedario
y extrajo del hueso estricto su meollo necesario,
ricamente substanciando.

Hablando en castellano,
ya sé qué es poesía. Leyendo el Diccionario
reconozco cómo todo quedó bien dicho y nombrado.
Las palabras más simples son sabrosas, son algo
sabiamente sentido y calculado...

Hablando en castellano,
decir tinaja, ceniza, carro, pozo, junco, llanto,
es decir algo tremendo, ya sin adornos, logrado,
es decir algo sencillo y es mascar como un regalo
frutos de un largo trabajo.

Hablando en castellano,
no hay poeta que no sienta que pronuncia de prestado.
Digo mortaja o querencia, digo al azar pena o jarro.
Y parece que tan sólo con decirlo, regustando
sus sonidos, los sustancio.

Hablando en castellano,
en ese castellano vulgar y aquilatado
que hablamos cada día, sin pensar cuánto y cuánto
de lírico sentido, popular y encarnado
presupone, entrañamos.

Hablando en castellano,
recojo con la zarpa de mi vulgar desgarro
las cosas como son y son sonando.
Mallarmé estaba inventado
el día que nuestro pueblo llamó raso a lo que es raso.

Hablando en castellano,
los nombres donde duele, bien clavados,
más encarnan que aluden en abstracto.
Hay algo en las palabras, no mentante, captado,
que quisiera, por poeta, rezar en buen castellano.

"La noche que volvimos a ser gente" de José Luis González

http://www.posgrado.unam.mx/servicios/productos/omnia/anteriores/27/10.pdf

"La noche boca arriba" de Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.