En la comunidad Emiliano Zapata, en el caracol Torbellino de
Nuestras Palabras, 30 familias zapatistas trabajan en colectivo. Poseen en
común un cafetal, huertos de hortalizas y unas 350 cabezas de ganado. Sus pobladores
no reciben apoyos gubernamentales de ningún tipo, pero su nivel de vida es
mucho mejor que el de los poblados priístas a su alrededor.
En la comunidad hay una
pequeña tienda comunal cuyas ganancias se destinan a las obras que el pueblo
necesita. Allí, como en todas las otras regiones rebeldes, los recursos de las
cooperativas sirven para financiar obras públicas como escuelas, hospitales,
clínicas, bibliotecas o tuberías de agua.
Por todo el territorio
rebelde florece un sistema autónomo de bienestar basado en una reforma agraria de
facto que privilegia el uso comunitario de tierras y recursos naturales, en
el trabajo colectivo y en la producción de valores de uso, y en prácticas de
comercio justo en el mercado internacional.
En las zonas de influencia
zapatista se ha ido derrotando la ley de San Garabato, que dicta que los
campesinos deben comprar las mercancías que necesitan caro y vender sus
productos barato. Sucede con frecuencia que los coyotes (intermediarios
comerciales abusivos) se ven obligados a pagar a las bases de apoyo rebeldes
por sus cosechas, ganado y artesanías precios más altos que los que ofrecen a
los pobladores no organizados. Las cooperativas zapatistas han adquirido un
verdadero enjambre de vehículos automotores para trasladarse y transportar su
producción.
En las comunidades rebeldes
se ha generado conciencia ambiental. En ellas se practica la agroecología y se
ha ido desterrando el uso de fertilizantes químicos. Se efectúan trabajos para
proteger los suelos. Hay una preocupación genuina y generalizada por conservar
bosques y selvas.
Como señalan los autores del
libro Luchas muy otras: zapatismo y autonomía en las comunidades indígenas
de Chiapas: “los retos de la sustentabilidad en la reproducción comunitaria
subraya la tensión entre la necesidad de subsistir dentro de del esquema
socioeconómico existente y el proyecto de transformación de dicho esquema”. Lo
que allí se perfila es, más que un modelo económico zapatista, “un proceso
endógeno y diverso de las prioridades de las comunidades, como alternativa al
sometimiento a la lógica aplanadora del capital trasnacional”.
En los 27 municipios
zapatistas no se bebe alcohol ni se siembran estupefacientes. Se ejerce
justicia sin intervención gubernamental. Más que en el castigo, se pone el
acento en la rehabilitación del infractor. Las mujeres han conquistado
posiciones y responsabilidades poco frecuentes en comunidades rurales.
La red de infraestructuras
comunes en educación, salud, agroecología, justicia y autogobierno, que los
insurgentes han construido al margen de las instituciones estatales, funciona
con su propia lógica, plural y diversa. Las comunidades zapatistas han formado
cientos de promotores educativos y sanitarios, y de técnicos agropecuarios, de
acuerdo con su cultura e identidad.
Todo esto se ha logrado
porque los zapatistas se gobiernan a sí mismos y se autodefienden. Construyen
la autonomía sin pedir permiso, en medio de una campaña permanente de
contrainsurgencia. Resisten el hostigamiento perenne de 51 destacamentos
militares, y de programas asistenciales que buscan dividir a las comunidades en
resistencia ofreciéndoles migajas.
Sin embargo, a fines de este
año se desató una campaña de difamación que asegura que nada de esto es cierto.
Falsamente, se asegura que los zapatistas viven peor hoy que hace 20 años, que
destruyen el medio ambiente y que dividen a las comunidades. Se trata del
último episodio de una guerra sucia tan antigua como el levantamiento
mismo.
Las calumnias no se
sostienen. Centenares de testimonios públicos dan cuenta de que las
acusaciones contra los rebeldes nada tienen que ver con la realidad que los
difamadores difunden. Por ejemplo, el pintor Antonio Ortiz, Gritón,
estuvo en la comunidad de Emiliano Zapata entre el 11 y 16 de agosto de este
año, en el marco de la escuelita zapatista, y documentó su vivencia en
un conmovedor relato que subió a Facebook. Le sorprendió encontrar que 30
familias indígenas poseían 350 cabezas de ganado. Él fue parte de un grupo de
mil 700 personas que, en agosto de este año, asistieron a la primera escuelita
zapatista.
También estuvieron allí
Gilberto López y Rivas y Raúl Zibechi, quienes, en las páginas de La
Jornada, compartieron sus reflexiones. Lo mismo hizo la periodista Adriana
Malvido en Milenio, o la bailarina Argelia Guerrero en publicaciones
alternativas. Todos constataron de manera directa cómo viven, trabajan, se
educan, se curan y piensan las comunidades zapatistas.
Durante casi una semana, los
mil 700 invitados fueron trasladados, hospedados y alimentados por sus
anfitriones a las comunidades en las que vivieron. Cada uno fue acompañado por
un cuadro zapatista que respondió a sus preguntas e inquietudes sobre su
historia, lucha y experiencia organizativa, y les tradujo de las lenguas
indígenas al español. Esta experiencia se está repitiendo este fin de año y se
repetirá al comenzar 2014.
Una iniciativa educativa de
esta magnitud, que supone una pedagogía distinta de la tradicional, sólo puede
sostenerse sobre la existencia de comunidades con una base material capaz de
albergar a los invitados, de una organización con la destreza y disciplina para
operar un proyecto tan ambicioso, y miles de cuadros políticos con la formación
para explicar su vida cotidiana y su propuesta de transformación social.
Desde abajo, los zapatistas están cambiando el mundo. Su vida es hoy muy
diferente a la que tenían hace 20 años. Es mucho mejor. A lo largo de las
últimas dos décadas, se han dado a sí mismos una vida digna, liberadora, llena
de sentido, al margen de las instituciones gubernamentales. No lo están
haciendo en unas cuantas comunidades aisladas, sino en centenares de ellas,
establecidas en un amplio territorio. Hay, en este laboratorio de
transformación política emancipadora, mucho que aprender y que agradecer.
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