(Publicado en 80
grados el 12 de abril de 2013)
Recuerdo como hoy el día en que me supe homosexual.
Estaba en mi adolescencia, grado once, me deprimí por 1 año, me aislé a llorar
y reflexionar. Sentía vergüenza, pues pensaba que lo que toda mi vida
habían murmurado a mis espaldas era cierto. Siempre fui rara, nunca me gustaron
las princesas, me parecía tonta esa fragilidad envuelta en trajes de encaje y
diademas con brillo. La idea de jugar a ser rescatada me parecía aburridísima,
así que de niña cuando jugaba en mi soledad quería ser heroica como Tarzán, o
Batman, ser la dueña de mi destino y vivir aventuras como Luke Skywalker o
Indiana Jones, y cuando veía novelas en la TV me gustaba Sully Díaz, pero
quería ser Salvador Pineda. No era que yo quisiera ser hombre, pero no me
satisfacía la idea de ser mujer. En mis juegos solitarios la pregunta del género
siempre quedaba sin respuesta, como si ya desde la infancia intuyera que debía
haber una categoría mejor, un “no sé qué” más amplio que me permitiera la
libertad de ser yo misma y no un personaje creado por mi sociedad.
Así que de cara a reconocerme lesbiana, aceptarme,
tener una vida digna y ser feliz estaba el gran problema de la religión
judeo-cristiana y su promesa de infierno a todo aquel que violara ciertas
reglas, escritas hace siglos, para una etnia sin tierra, que se sentía elegida
por su “dios” –Yaveh o Jeovah-, allá en el Medio Oriente. Así que por ahí
comenzó la búsqueda, una búsqueda sin mapa y sin norte, hacia recuperar para mí
y otros homosexuales la humanidad.
El problema radicaba en que siempre fui muy devota,
pues mi familia era católica y aunque mi abuela muy temprano en mi infancia me
condenó al infierno por la exploración sexual precoz, no fue hasta el momento
de la confirmación –cuando ya me sabía gay- que me empezó a caer mal el “dios”
de los cristianos. Y fue esa situación con Moisés que narra el Éxodo en la
Biblia la que me abrió los ojos. Me era inverosímil creer que un ser tan
poderoso como “dios”, sediento de súbditos que lo adoraran para mantener su
poder en la tierra, solo se comunicara de manera efectiva con los judíos y no
con los egipcios. Después de todo, los egipcios eran muy devotos y creyentes
también, lo adoraban de una manera distinta pero no por falta de fe, sino
porque tenían una cultura distinta y lo veían de forma distinta. Uno podría
pensar que el gran pecado de los egipcios era tener esclavos y por eso un Dios
bueno, como es de esperarse, liberaría a los pobres judíos y castigaría a los
egipcios por abusadores. Eso tenía sentido. Mas no, lo que me explicó el
diácono en aquel momento fue que “dios” liberó a los judíos porque eran el
pueblo elegido, o sea, porque de todos los homo sapiens que habitan la
tierra y le rinden culto en diferentes idiomas y formas, los judíos eran los
preferidos por “dios”. ¿No es eso raro? A mí me pareció inverosímil y
poco divino, así que me dediqué a estudiar otras creencias.
Descubrí que todas las etnias de la especie homo
sapiens en el planeta se piensan elegidas por “dios”; todas piensan que su
“dios” es el verdadero y que ellos le rinden culto de la manera correcta -cosa
que otras etnias de homo sapiens desconocen y por eso están condenadas
al pecado. El culto casi siempre se caracteriza por una suerte de obediencia
incondicional, fe ciega, xenofobia, misoginia, racismo, homofobia y una cuota
de sangre que varía según la religión y sus líderes. Salvo por algunas
espiritualidades como el budismo, el hinduismo y el jainismo que practican el
Ahimsa o la no-violencia y el respeto a la vida, las demás religiones como
el judaísmo, el islam, el cristianismo y sus sectas, predican una suerte de
“nacionalismo religioso” en el que se separan a los elegidos de los infieles y
a los segundos se les puede asesinar sin que esto constituya un pecado.
Los aztecas pensaban exactamente esto, que ellos eran
los elegidos de “dios” y este a cambio les exigía que hicieran la guerra a las
tribus vecinas para capturar prisioneros que luego debían sacrificar en su
nombre. Los cristianos también se pensaban “elegidos” y por eso acabaron con
los celtas, árabes, judíos, musulmanes, incas, aztecas, taínos y africanos
(entre otros); además de torturar y quemar a mujeres, pelirrojas, alquimistas,
libre pensadores, comunistas e infieles por varios siglos y todo en nombre de
“dios”. Los musulmanes extremistas creen en la guerra santa y la ley del
talión; y en la subordinación extrema de la mujer al hombre, al punto que la
pedofilia es legal y hombres mayores de 30 años suelen casarse con –o comprar–
niñas desde los 7 años de edad, además de tener la libertad de asesinarlas si
encuentran la justificación adecuada desde el punto de vista
patriarcal-religioso. Los judíos, víctimas del genocidio más grande de la
modernidad –luego, claro, de la esclavitud de los africanos– ahora que
finalmente los vencedores de la Segunda Guerra Mundial les han concedido la
tierra prometida por “dios” hace tantos siglos atrás, se sienten en el absoluto
derecho de eliminar de la faz de la tierra a Palestina como nación y si pueden
como etnia también. Después de todo, está escrito en la Biblia, el Corán y en
la Torah, el que no adore a “dios” de la manera correcta debe ser eliminado.
Así que me alejé del cristianismo, me pareció que ese
anciano, barbudo y colérico, que Jesús trató de transformar sin éxito en un
verdadero Dios de amor y paz, que predicaba filosofías como: “el que esté libre
de pecado que tire la primera piedra”, “ama a Dios sobre todas las cosas, y al
prójimo como a ti mismo” o el planteamiento súper poderoso de “al que te
abofetee la mejilla izquierda, ofrécele la derecha”, era simplemente un ardid
del patriarcado para controlar y dominar a los hombres y sus mujeres y
deshumanizar a los diferentes hasta eximirlos de la compasión. Después de todo,
a Jesús lo mataron, como a Gandhi, Martin Luther King y John Lennon, por ser un
pacifista-amoroso. Su pacifismo desafiaba la ley judía, su prédica desafiaba la
pena de muerte, la misoginia, la xenofobia, el racismo, el derecho a la
venganza y a la guerra, y también la homofobia. Jesús murió “por nuestros
pecados” y por reformar el judaísmo arcaico, y sin embargo sus seguidores
enarbolan su nombre mientras leen el antiguo testamento para justificar su odio
al otro y a la mujer, bajo la bandera de “dios Jesucristo”, un pacifista muerto
en la cruz.
Hace poco descubrí, leyendo el libro The Moral
Lives of Animals, de Dale Peterson –el cual recomiendo profundamente– que
el homo sapiens comparte el 90% de sus genes con dos tipos de simios que
son nuestros ancestros más cercanos: los chimpancés y los bonobos. Los
chimpancés todo el mundo los conoce, estudios han demostrado que comparten con
nosotros mucho de nuestro comportamiento, por ejemplo nuestra violencia y
competitividad. Desde prácticas inusuales y mal vistas –por ellos y nosotros-
como el infanticidio y el canibalismo, hasta prácticas que nos caracterizan
como especie, como el uso de herramientas, la organización jerárquica
patriarcal, las alianzas políticas, los complots para destronar a un líder y la
guerra organizada y premeditada contra comunidades de chimpancés vecinos. Por
otro lado, los bonobos o chimpancés pigmeos, son prácticamente desconocidos.
Los hallazgos de muchas investigaciones han sido poco difundidos, en cierta
media por censura y tabú. Y es que los bonobos comparten con nosotros
comportamientos que nos caracterizan como especie y que inclusive han sido la
piedra angular para erigir nuestro antropocentrismo. Lo que nos hace creernos
la especie superior y preferida de “dios”, lo que justifica nuestro
distanciamiento del mundo animal.
Estos simios, que viven en una región particular del
Congo, muy rica en alimentos y hierbas con alto contenido en proteínas, se
organizan políticamente en matriarcados. Tienen un tamaño más pequeño que los
chimpancés, proporciones corporales más humanoides, y mucho más pelo en la
cabeza que tiende formar una partidura al medio. Caminan erguidos el 25% del
tiempo, son mucho menos violentos y ruidosos que los chimpancés y han sido
descritos como la especie “make love not war” del mundo animal. Y es que los
bonobos son mucho más pacíficos y sexuales que los chimpancés. No es que no
ocurran episodios violentos entre ellos, pero son mucho menos comunes que entre
los chimpancés. Tienden a compartir el alimento y ser mucho más solidarios
entre sí y además utilizan la sexualidad para resolver muchos de sus
conflictos. Esta es la razón por la que apenas se conoce de ellos: los bonobos
comparten con el homo sapiens todas las prácticas sexuales, el Kama
Sutra entero, desde el sexo cara a cara, la masturbación, el
homosexualismo, las diversas formas de sexo oral, el sexo en grupos, en fin, el
sexo como recreación y no estrictamente para la reproducción.
En el 1986, como parte de la investigación del
primatólogo Takayoshi Kano sobre los bonobos, se presenció un hecho muy
revelador con relación al temperamento de estos simios. Las observaciones de su
comportamiento se realizaban en campo abierto, se les ponía como carnada trozos
de caña de azúcar para poder atraerlos y así ser observados por los
científicos. La pregunta que muchos investigadores se hacían era: ¿Qué pasa si
dos clanes de Bonobos llegan a la vez a comer a la zona de investigación?
Finalmente el tan intrigante suceso ocurrió ante los ojos del investigador
Gen’ishi Idani; dos comunidades distintas de Bonobos llegaron al campo a buscar
la caña de azúcar. En primera instancia ambos grupos permanecieron escondidos
en la maleza observándose. Eventualmente cada grupo fue acercándose
tímidamente. Se sentaron, se miraron y emitieron llamados. Pasaron unos 30
minutos muy tensos, finalmente una hembra del grupo P cruzó al lado del
otro grupo y tuvo sexo con una hembra del grupo E. Eso fue suficiente
para romper el hielo y liberar la tensión pacíficamente, ambos grupos se
acercaron, se mezclaron y comieron caña de azúcar tranquilamente. Durante dos
meses ambos grupos de Bonobos se encontraron pacíficamente a comer la caña de
azúcar, además de hacerse “grooming” y tener contacto sexual entre individuos
de grupos contrarios. Este tipo de conducta sería impensable entre grupos de
chimpancés, pues los machos están inclinados a matar a los machos extraños de
otras comunidades y tener sexo con una hembra en celo, inclusive dentro de la
misma comunidad lo cual es muy difícil, pues el sexo entre chimpancés está
regulado por el rango y la jerarquía de los machos y el Alfa es siempre el que
tiene el derecho. Algo así como en algunas sectas religiosas pseudo-cristianas
donde los pastores deben poseer sexualmente a todas las hembras feligresas una
vez llegadas a la pubertad o antes de casarse. Cosa que no pasa entre los
bonobos, donde todos los machos tienen posibilidades de tener sexo con todas
las hembras e inclusive entre machos. Son monos más felices.
En fin, que hay tantas religiones como circunstancias
climatológicas, etnias y especies. Y que las religiones dominantes en la
actualidad operan desde una lógica arcaica, patriarcal y altamente violenta,
muy cercana a nuestros primos los chimpancés, que creen que el macho alfa,
sacerdote, imán, o rabino debe controlar al resto de la comunidad y regular la
sexualidad de las hembras; y los infieles, los extranjeros, los raros, los
extraños, los diferentes y los homosexuales deben mantenerse al margen (ir al
infierno) o morir. Mientras, hay otras espiritualidades y modos de pensar
modernos que se acercan más a nuestras primas las bonobos, que practican la
filosofía “haz el amor y no la guerra” y suelen ser o aspiran a ser más
compasivas y receptivas con los diferentes, los extranjeros, los de otras
religiones, los hombres, las mujeres, los homosexuales, los negros, los
animales, el planeta en general. Por eso las revoluciones importantes de los
últimos dos siglos (XX y XI) se están dando en el terreno de los derechos
humanos, animales y ambientales. Muchos ya sabemos que el “bullying” del
sistema mítico-patriarcal-capitalista es un artificio para esclavizarnos y no
lo vamos a permitir.
Tengo una relación de 6 años con mi compañera –que
algún día me encantaría legalizar–; no ha representado una amenaza al sol de
hoy, ni a nuestras familias con relaciones heterosexuales cristianas, ni a
nuestros amigos con relaciones heterosexuales. Somos una gran familia, entre
amigos y familiares, llena de amor y comprensión, que no cambiaría nunca por
una familia tradicional-patriarcal, llena de odio, prejuicios y coerción. Y
quizás esta es la verdadera amenaza de los homosexuales, el feminismo y los
negros a la familia “tradicional”: que sus miembros tengan la libertad de
buscar la felicidad sin sentir culpa de ser lo que son, pues la culpa y el
miedo son herramientas para el control de masas. Hay personas en cada uno de
estos grupos religiosos y la infinidad de posibles grupos que no he mencionado
aquí, que sienten en su interior el llamado del amor y la paz y son compasivos
y sensibles a la vida no importa cómo esta se manifieste y no importa qué
religión practiquen. Después de todo, es más elevado y difícil practicar la paz
y el amor, que el odio y la guerra. La expresión moral más pura, en su
concepción más básica, esencial y verdadera, si fuese aplicada por nosotros homo
sapiens resultaría ser unificadora de todas las etnias, clanes y especies y
se resumiría en: no hacer a nadie lo que no queremos que nos hagan a nosotros.
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