domingo, 27 de junio de 2010

"Llámenme Gloria" de Ana L. Vega

Llámenme Gloria

Por: Ana Lydia Vega
Escritora
jueves, 5 de julio de 2001

EXCÚSENME SI empiezo por presentarme. Aunque llevo más de cien años ondeando bajo el cielo de esta hospitalaria Antilla, razones tengo para pensar que sigo siendo, entre ustedes, una total desconocida. Aquí donde me ven, acabo de celebrar mis dos siglos y cuarto de vida. Saquen cuenta los incrédulos .

En 1776, el general George Washington me declaró estandarte del Ejército Continental que puso a correr como cucarachas a los ingleses. Todavía en aquel momento no me engalanaba la brillante constelación que más tarde vendría a realzar la sobria elegancia de mis franjas rojas y blancas. Un año después, el Congreso de los Estados Unidos premió mi distinguidísima carrera subversiva ascendiéndome al pabellón nacional de la primera república de las Américas. Salí pues de las humildes y laboriosas manos de doña Betsy Ross cosida, lavada y perfumada para mi estreno mundial. Soy, por si no lo sabían, la bandera revolucionaria más antigua del hemisferio occidental.

Cuando la posibilidad del regicidio ni siquiera rozaba la imaginación de los europeos, ya yo inspiraba sueños de rebelión en las 13 colonias británicas. Mi histórica gesta fue -si se me permite esa pequeña inmodestia- ejemplo libertador para los miserables de Francia, los esclavos de Haití y los criollos latinoamericanos.

Admitan, a la luz de mi apasionante biografía, que el simpático apodo de "Old Glory" me sienta de maravilla. Me lo endilgó mi amigo el capitán Driver, a quien por siempre le agradeceré el haberme salvado el pellejo durante la guerra civil. Mención especial también merece Francis Scott Key, autor del célebre poema promovido a himno que acabó de consolidar mi estrellato. Con semejante pedigrí, les juro por la Campana de la Libertad que siempre viví en la absoluta certeza de un futuro decente.

No estaba nada preparada para el mal rato que la historia me tenía en remojo. Cuando rugieron los cañones de la Guerra Hispanoamericana, se revolcaron en sus tumbas los Founding Fathers. ¡Qué escándalo sin precedentes! ¡Los inventores del independentismo, los campeones del anticolonialismo convertidos, poco más de un siglo después, en vulgares invasores de islas indefensas!

Intentos de tapar el cielo con la mano no faltaron. Mientras los más hipócritas invocaban la solidaridad internacional, los más cínicos se amparaban en la doctrina del Destino Manifiesto. Y todos continuaron, felices y contentos, celebrando el 4 de julio con fuegos artificiales. ¿Para eso fue que me engancharon, a son de trompetas, las tropas del general Miles en las astas mohosas que dejó vacante la bandera española? Cada vez que me acuerdo, se me quieren caer de vergüenza las estrellas. De tanto abuso que presencié, me agarró una depresión galopante. Perdí la alegría de flotar. Me dejaba izar y arriar sin entusiasmo mientras meditaba franjibaja sobre las contradicciones genéticas del homo americanus.

Un buen día, abrí los ojos y vi que no estaba sola. Allí, mirándome de lo más carifresca, daba bandazos al viento una especie de cruce entre la bandera de Cuba y la de Texas. Me pareció increíble que fuera la de Puerto Rico. Delante de mí, por lo menos, nadie había proclamado ninguna independencia. Confieso que me alegré. Bastantes sufrimientos le había costado a la pobre llegar a treparse en ese palo. En los 49 años que llevamos juntas, no he hecho más que escuchar su lamento borincano: que estuvo más de medio siglo metida en el clóset; que los mismos que la sacaron luego la persiguieron; que los del otro bando igual la fastidiaron; que todavía hoy, cuando por fin la reconoce el pueblo entero, tiene que seguir de rabo mío, colgada como un cero a mi izquierda... Yo la dejo pataletear y desahogarse sin decir ni esta boca es mía. A estas alturas, no estoy para meterme a sicóloga. Sépase, por si las dudas, que yo también tengo mis traumas. Sospecho que me estoy quedando ciega. O, a lo mejor, me estoy poniendo vieja.

Lo cierto es que me resulta cada vez más difícil distinguir a mis fanáticos de mis críticos. En realidad, de un tiempo para acá, me asustan muchísimo más los primeros. Aquellos que se esgalillan vociferando insultos en defensa mía, los que me agitan como pandereta de parranda y hasta me encaraman con grúas en los postes de la luz, me lucen mucho más alejados de mi credo que los que antes me desgarraban o me pegaban fuego en nombre de la justicia.

PÓNGANLE EL sello: la estadía prolongada en una colonia termina por nublar el entendimiento. Eso me cantaletea día y noche mi colega la monoestrellada.

Mientras tanto, la banderita azul celeste de Isla Nena se ha ido aguzando. Últimamente, le ha dado con invitarme a la desobediencia y créanme que lo he considerado. Estoy loca porque se vaya la Marina, a ver si se me cicatriza la autoestima.

Antes de despedirme, estimados amigos y vecinos, permítanme un pequeño consejo. En vez de estrujarme y zarandearme como a un infame trapo de fregar, descubran mi verdadera identidad de bandera libertaria. Y, por aquello de ayudarme a rescatar mi "standing" ancestral, háganme un gran favor: llámenme Gloria.

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