sábado, 14 de agosto de 2010

La cocina de la escritura ( Parte II) (R. Ferré)

II DE CÓMO SALVAR ALGUNAS COSAS EN MEDIO DEL FUEGO

He contado aquí cómo fue que escribí mi primer cuento, y quisiera ahora describir cuáles son las satisfacciones que descubro hoy en ese quehacer cuya iniciación me fue, en un momento dado, tan dolorosa. La literatura es un arte contradictorio, quizá el mas contradictorio que existe: por un lado es el resultado de una entrega absoluta de la energía, de la inteligencia, pero sobre todo de la voluntad, a la tarea creativa, y por otro lado tiene muy poco que ver con la voluntad, porque el escritor nunca escoge sus temas, sino que sus temas lo escogen a él. Es entre estos dos polos o antípodas que se fecunda la obra literaria, y en ellos tienen también su origen las satisfacciones del escritor. En mi caso, éstas consisten de una voluntad de hacerme útil y de una voluntad de gozo.

La primera (relaciona a mis temas, a mi intento de sustituir el mundo en que vivo por ese mundo utópico que pienso) es una voluntad curiosa porque es una voluntad a posteriori. La voluntad de hacerme útil, tanto en cuanto al dilema femenino, como en cuanto a los problemas políticos y sociales que también me atañen, me es absolutamente ajena cuando empiezo a escribir un cuento, no obstante la claridad con que la percibo una vez terminada mi obra. Tan imposible me resulta proponerme ser útil a tal o cuál causa, antes de comenzar a escribir, como me resulta declarar mi adhesión a tal o cual credo religioso, político o social. Pero el lenguaje creador es como la creciente poderosa de un río, cuyas mareas laterales atrapan las lealtades y las convicciones, y el escritor se ve siempre arrastrado por su verdad.

Es ineludible que mi visión del mundo tenga mucho que ver con la desigualdad que sufre todavía la mujer en nuestra edad moderna. Uno de los problemas que más me preocupa sigue siendo la incapacidad que ha demostrado la sociedad para resolver eficazmente su dilema, los obstáculos que continúa oponiéndole en su lucha por lograrse a sí misma, tanto en su vida privada como en su vida pública. Quisiera tocar aquí someramente, entre la enorme gama de tópicos posibles relacionados a este tema, el asunto de la obscenidad en la literatura femenina.

Hace algunos meses, en la ocasión de un banquete en conmemoración del centenario de Juan Ramón Jiménez, se me acercó un célebre crítico, de cabellera ya plateada por los años, para hablarme, frente a un grupo nutrido de personas, sobre mis libros. Con una sonrisa maliciosa, y guiñándome un ojo que pretendía ser cómplice, me preguntó, en un tono titilante y cargado de insinuación, si era cierto que yo escribía cuentos pornográficos y que, de ser así, se los enviara, porque quería leerlos. Confieso que en aquel momento no tuve, quizá por excesiva consideración a unas canas que a distancia se me antojan verdes, el valor de mentarle respetuosamente a su padre, pero el suceso me afectó profundamente. Regresé a mi casa deprimida, temerosa de que se hubiese corrido el rumor, entre críticos insignes, de que mis escritos no eran otra cosa que una transcripción más o menos artística de la Historia de 0.

Por supuesto que no le envié al egregio crítico mis libros, pero pasada la primera impresión desagradable, me dije que aquel asunto de la obscenidad en la literatura femenina merecía ser examinado más de cerca. Convencida de que el anciano caballero no era sino un ejemplar de una raza ya casi extinta de críticos abiertamente sexistas, que defienden la literatura como si ésta se tratara de un feudo masculino y privado, decidí olvidarme del asunto, y volver aquel pequeño agravio en mi provecho.

Comencé entonces a leer todo lo que caía en mis manos sobre el tema de la obscenidad en la narrativa femenina. Gran parte de la crítica sobre la narrativa femenina se encuentra hoy formulada por mujeres, y éstas suelen enfocar el problema de la mujer desde ángulos muy diversos; el marxista, el froidiano, o el ángulo de la revolución sexual. Pese a sus diversos enfoques, las críticas femeninas, tanto Sandra Gilbert y Susan Gubart en The Madwoman in the Attic, por ejemplo, como Mary Ellen Moers en Literary Women; como Patricia Meyer Spacks en The Feminine Imagination o Erica Jong en sus múltiples ensayos parecían estar de acuerdo en lo siguiente: la violencia, la ira, la inconformidad ante su situación, había generado gran parte de la energía que había hecho posible la narrativa femenina durante siglos. Comenzando con la novela gótica del siglo XVIII cuya máxima exponente fue Mrs. Radcliffe, y pasando por las novelas de las Brontë, por el Frankenstein de Mary Shelley, por The Mill on the Floss de George Eliot, así como por las novelas de Jean Rhys, Edith Wharton y hasta las de Virginia Woolf (y ¿qué otra cosa es Mrs. Dalloway sino una interpretación sublimada, poética, pero no por eso menos irónica y acusatoria de la frívola vida de la anfitriona social?), la narrativa femenina se había caracterizado por un lenguaje a menudo agresivo y delator. Iracundas y rebeldes habían sido todas, aunque alguna más irónica, más sabia y veladamente que otras.

Una cosa, sin embargo, me llamó la atención de aquellas críticas: el silencio absoluto que guardaban, en sus respectivos estudios, sobre el uso de la obscenidad en la literatura contemporánea. Ninguna de ellas abordaba el tema, pese al hecho de que el empleo de un lenguaje sexualmente proscrito en la literatura femenina me parecía hoy uno de los resultados inevitables de una corriente de violencia que había abarcado ya varios siglos. Y no era que las escritoras no se hubiesen servido de él: entre las primeras novelistas que emplearon un lenguaje obsceno, de las que publicaron sus novelas en los Estados Unidos luego de levantados los edictos contra el Ulysses, en 1933, por ejemplo, se encontraron Iris Murdoch, Doris Lessing y Carson McCullers, quienes le dieron por primera vez un empleo desenvuelto y desinhibido al verbo "joder". Erica Jong, por otro lado, se había hecho famosa precisamente por el uso de un vocabulario agresivamente impúdico en sus novelas, pero del cual jamás hacía mención en sus bien educados y respetuosos ensayos sobre la literatura femenina contemporánea.

Entrar aquí a fondo en este tema, con todas sus implicaciones sociológicas (y aún políticas), resultaría imposible y mi propósito al abordarlo no fue sino dar un ejemplo de esa voluntad de hacerme útil como escritora, de la cual me doy cuenta siempre a posteriori. Cuando el insigne crítico me abordó en aquel banquete señalando mi fama como militante de la literatura pornográfica, nunca me había preguntado cuál era la meta que me proponía al emplear un lenguaje obsceno en mis cuentos. Al darme cuenta de la persistencia con que la crítica femenina contemporánea circunvalaba el escabroso tema, mi intención se me hizo clara: mi propósito había sido precisamente el de volver esa arma, la del insulto sexualmente humillante, y bochornoso, blandida durante tantos siglos contra nosotras, contra esa misma sociedad, contra sus prejuicios ya caducos e inaceptables.

Si la obscenidad había sido tradicionalmente empleada para degradar y humillar a la mujer, me dije, ésta debería de ser doblemente efectiva para redimirla. Si en mi cuento "Cuando las mujeres quieren a los hombres", o en "De tu lado al Paraíso", por ejemplo, el lenguaje obsceno ha servido para que una sola persona se conmueva ante la injusticia que implica la exploración sexual de la mujer, no me importa que me consideren una escritora pornográfica. Me siento satisfecha porque habré cumplido cabalmente con mi voluntad de hacerme útil.

Pero mi voluntad de hacerme útil así como mi voluntad constructiva y destructiva, no son sino las dos caras de una misma moneda: ambas se encuentran inseparablemente unidas por una tercera necesidad, que conforma la pestaña resplandeciente de su borde: mi voluntad de gozo. Escribir es para mi un conocimiento corporal, la prueba irrefutable de que mi forma humana (individual y colectiva) existe y a la vez un conocimiento intelectual, el descubrimiento de una forma que me precede. Es sólo a través del gozo que logramos dejar cifrado, en el testimonio de lo particular, la experiencia de lo general, el testimonio de nuestra historia y de nuestro tiempo. Y a ese cuerpo del texto, como bien sabía Neruda (para quien no existían las palabras púdicas ni las impúdicas, las palabras obscenas, ni las gazmoñas, sino las palabras amadas) sólo puede dárselo forma a través del gozo, disolviendo la piel que separa la palabra "piel" de la piel del cuerpo.

Esta condición álgida, ese gozo encandilado que se establece entre el escritor (o la escritora) y la palabra, no se logra jamás al primer intento. El deseo está ahí, pero el gozo es esquivo y nos elude, se nos escurre adherido a los vellos de la palabra, se cuela por entre sus intersticios, se cierra a veces, como el morivivi, al menor contacto. Pero si al principio la palabra se muestra fría, indiferente, ausente a los requerimientos del escritor, situación que inevitablemente lo sume en la desesperación más negra, a fuerza de tajarla y bajarla, amarla y maltratarla, ésta va poco a poco cobrando calor y movimiento, comienza a respirar y a palpitar bajo sus dedos, hasta que se apropia, ella a su vez, de su deseo, de la implacable necesidad de ser colmada. La palabra se vuelve entonces tirana, reina en cada sílaba y en cada pensamiento del escritor, ocupa cada minuto de su día y de su noche, le prohibe abandonarla hasta que esa forma que ha despertado en ella y que ella, ahora, también intuye, alcance a encarnar. El secreto del conocimiento corporal del texto se encuentra, en fin, en la voluntad de gozo y es esa voluntad la que le hace posible al autor cumplir con sus otras voluntades, con su voluntad de hacerse útil, o con su voluntad de construir y de destruir el mundo.

El segundo conocimiento que implica para mi la inmediatez al cuerpo del texto es un conocimiento intelectual, resultado directo de esa incandescencia a la que me precipita el deseo del texto. En todo escritor o escritora, en todo artista, existe un sexto sentido que le indica cuando ese cuerpo que ha venido trabajando ha adquirido ya la forma definitiva que debería tener. Alcanzado ese punto, una sola palabra de más (una sola nota, una sola línea), causaría que esa chispa o estado de gracia, consecuencia de la amorosa lucha entre él y su obra, se extinga irremediablemente. Ese momento es siempre un momento de asombro y de reverencia: Marguerite Yourcenar lo compara a ese momento misterioso en que el panadero sabe que debe ya de dejar de amasar su pan, Virginia Woolf lo define como el instante en que siente la sangre fluir de punta a punta por el cuerpo de su texto. La satisfacción que me proporciona ese conocimiento, cuando termino de escribir un cuento, es lo más valioso que he logrado salvar del fuego de la literatura.

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