sábado, 14 de agosto de 2010

La cocina de la escritura ( Parte I) (R. Ferré)

"LA COCINA DE LA ESCRITURA"

Si Aristóteles hubiera guisado,
mucho más hubiera escrito.
Sor Juana

I DE CÓMO DEJARSE CAER DE LA SARTÉN AL FUEGO

A lo largo del tiempo, las mujeres narradoras han escrito por múltiples razones: Emily Brontë escribió para demostrar la naturaleza revolucionaria de la pasión; Virginia Woolf para exorcizar su terror a la locura y a la muerte; Joan Didion escribe para descubrir lo que piensa y cómo piensa; Clarisse Lispector descubre en su escritura una razón para amar y ser amada. En mi caso, escribir es una voluntad a la vez constructiva y destructiva; una posibilidad de crecimiento y de cambio. Escribo para edificarme palabra a palabra; para disipar mi terror a la inexistencia, como rostro humano que había. En este sentido, la frase "lengua materna" ha cobrado para mí, en años recientes, un significado especial. Este significado se le hizo evidente a un escritor judo llamado Juan, hace casi dos mil años, cuando empezó su libro diciendo: "En el principio fue el Verbo". Como evangelista, Juan era ante todo escritor, y se refería al verbo en un sentido literario, como principio creador, sean cuales fuesen las interpretaciones que posteriormente le adjudicó la Teología a su célebre frase. Este significado que Juan le reconoció al Verbo yo prefiero atribuírselo a la lengua; más específicamente, a la palabra. El verbo-padre puede ser transitivo o intransitivo, presente, pasado o futuro, pero la palabra-madre nunca cambia, nunca muda de tiempo. Sabemos que si confiamos en ella, nos tomará de la mano para que emprendamos nuestro propio camino.

En realidad, tengo mucho que agradecerle a la palabra. Es ella quien me ha hecho posible una identidad propia, que no le debo a nadie sino a mi propio esfuerzo. Es por esto que tengo tanta confianza en ella, tanta o más que tuve en mi madre natural. Cuando pienso que todo me falla, que la vida no es más que un teatro absurdo sobre el viento armado, sé que la palabra siempre está ahí dispuesta a devolverme la fe en mí misma y en el mundo. Esta necesidad constructiva por la que escribo se encuentra íntimamente relacionada a mi necesidad de amor: escribo para reinventarme y para reinventar el mundo, para convencerme de que todo lo que amo es eterno.

Pero mi voluntad de escribir es también una voluntad destructiva, un intento de aniquilarme y de aniquilar el mundo. La palabra, como la naturaleza misma, es infinitamente sabia, y conoce cuándo debe asolar lo caduco y lo corrompido para edificar la vida sobre cimientos nuevos. En la medida en la que yo participo de la corrupción del mundo, revierto contra mí misma mi propio instrumento. Escribo porque soy una disgustada de la realidad; porque son, en el fondo, mis profundas decepciones las que han hecho brotar en mí la necesidad de recrear la vida, de sustituirla por una realidad más compasiva y habitable, por ese mundo y por esa persona utópicos que también llevo dentro.

Esta voluntad destructiva por la que escribo se encuentra directamente relacionada a mi necesidad de odio y a mi necesidad de venganza; escribo para vengarme de la realidad y de mí misma, para perpetuar lo que me hiere tanto como lo que me seduce. Sólo las heridas, los agravios mas profundos (lo que implica, después de todo, que amo apasionadamente el mundo) podrán quizá engendrar en mi algún día toda la fuerza de la expresión humana.

Quisiera hablar ahora de esa voluntad constructiva y destructiva, en relación a mi obra. El día que me senté por fin frente a mi maquinilla con la intención de escribir mi primer cuento, sabía ya por experiencia lo difícil que era ganar acceso a esa habitación propia con pestillo en la puerta y a esas metafóricas quinientas libras al año que me aseguraran mi independencia y mi libertad. Me había divorciado y había sufrido muchas vicisitudes a causa del amor, o de lo que entonces había creído que era el amor: el renunciamiento a mi propio espacio intelectual y espiritual, en aras de la relación con el amado. El empeño por llegar a ser la esposa perfecta fue quizá lo que me hizo volverme, en determinado momento, contra mí misma; a fuerza de tanto querer ser como decían que debía ser, había dejado de existir, había renunciado a las obligaciones privadas de mi alma.

Entre éstas, la más importante me había parecido siempre vivir intensamente. No agradecía para nada la existencia protegida, exenta de todo peligro pero también de responsabilidad, que hasta entonces había llevado en el seno del hogar. Deseaba vivir: experimentar el conocimiento, el arte, la aventura, el peligro, todo de primera mano y sin esperar a que me lo contaran. En realidad, lo que quería era disipar mi miedo a la muerte. Todos le tenemos miedo a la muerte, pero yo sentía por ella un terror especial, el terror de los que no han conocido la vida. La vida nos desgarra, nos hace cómplices del gozo y del terror, pero finalmente nos consuela, nos enseña a aceptar la muerte como su fin necesario y natural. Pero verme obligada a enfrentar la muerte sin haber conocido la vida, sin atravesar su aprendizaje, me parecía una crueldad imperdonable. Era por eso, me decía, que los inocentes, los que mueren sin haber vivido, sin tener que rendir cuentas por sus propios actos, todos van a parar al Limbo. Me encontraba convencida de que el Paraíso era de los buenos y el Infierno de los malos, de esos hombres que se habían ganado arduamente la salvación o la condena, pero que en el Limbo sólo había mujeres y niños, que ni siquiera sabíamos cómo habíamos llegado hasta allí.

El día de mi debut como escritora, permanecí largo rato sentada frente a mi maquinilla, rumiando estos pensamientos. Escribir mi primer cuento significaba, inevitablemente, dar mi primer paso en dirección del Cielo o del Infierno, y aquella certidumbre me hacía vacilar entre un estado de euforia y de depresión. Era casi como si me encontrara a punto de nacer, asomando tímidamente la cabeza por las puertas del Limbo. Si la voz me suena falsa, me dije, si la voluntad me falla, todos mis sacrificios habrían sido en vano. Habré renunciado tontamente a esa protección que, no empece sus desventajas, me proporcionaba el ser una buena esposa y ama de casa, y habré caído merecidamente de la sartén al fuego.

Virginia Woolf y Simone de Beauvoir eran para mí en aquellos tiempos algo así como mis evangelistas de cabecera; quería que ellas me enseñaran a escribir bien, o a lo menos a no escribir mal. Leía todo lo que habían escrito como una persona sana que se toma todas las noches antes de acostarse varias cucharadas de una pócima salutifera, que le imposibilitara morir de toda aquella plaga de males de los cuales, según ellas, habían muerto la mayoría de las escritoras que las habían precedido, y aun muchas de sus contemporáneas. Tengo que reconocer que aquellas lecturas no hicieron mucho por fortalecer mi aún recienacida y tierna identidad de escritora. El reflejo de mi mano era todavía el de sostener pacientemente el sartén sobre el fuego, y no el de blandir con agresividad la pluma a través de sus llamas, y tanto Simone como Virginia, bien que reconociendo los logros que habían alcanzado hasta entonces las escritoras, las criticaban bastante acerbamente. Simone opinaba que las mujeres insistían con demasiada frecuencia en aquellos temas considerados tradicionalmente femeninos, como por ejemplo la preocupación con el amor, o la denuncia de una educación y de unas costumbres que habían limitado irreparablemente su existencia. Justificados como estaban estos temas, reducirse a ellos significaba que no se había internalizado adecuadamente la capacidad para la libertad. "El arte, la literatura, la filosofía", me decía Simone, "son intentos de fundar el mundo sobre una nueva libertad humana: la del creador individual, y para lograr esta ambición (la mujer) deberá antes que nada asumir el estatus de un ser que posee la libertad".

En su opinión, la mujer debería ser constructiva en su literatura, pero no constructiva de realidades interiores sino de realidades exteriores, principalmente históricas y sociales. Para Simone la capacidad intuitiva, el contacto con las fuerzas de lo irracional, la capacidad para la emoción, eran talentos muy importantes, pero también en cierta forma eran talentos de segunda categoría. El funcionamiento del mundo, el orden de los eventos políticos y sociales que determinan el curso de nuestras vidas están en manos de quienes toman sus decisiones a la luz del conocimiento y de la razón, me decía Simone, y no de la intuición y de la emoción, y era de estos temas que la mujer debería de ocuparse en adelante en su literatura.

Virginia Woolf, por otro lado, vivía obsesionada por una necesidad de objetividad y de distancia que, en su opinión, se había dado muy pocas veces en la escritura de las mujeres. De las escritoras del pasado, Virginia salvaba sólo a Jane Austen y a Emily Brontë, porque sólo ellas habían logrado escribir, como Shakespeare, "con todos los obstáculos quemados". "Es funesto para todo aquel que escribe pensar en su sexo, me decía Virginia, y es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abrogar, aun con justicia, una causa, hablar, en fin, conscientemente como una mujer. En los libros de esas escritoras que no logren librarse de la c6lera había deformaciones, desviaciones. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma, en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra con su suerte. ¿Cómo podrá evitar morir joven, frustrada, contrariada?" Para Virginia, evidentemente, la literatura femenina no debería de ser jamás destructiva o iracunda, sino tan armoniosa y translúcida como la suya propia.

Había, pues, escogido mi tema: nada menos que el mundo; así como mi estilo, nada menos que un lenguaje absolutamente neutro y, ecuánime, consagrado a hacer brotar la verosimilitud del tema, tal y como me lo habían aconsejado Simone y Virginia. Sólo faltaba ahora encontrar el cabo de mi hilo, descubrir esa ventana personalísima, de entre las miles que dice Henry James que tiene la ficción, por la cual lograría entrar en mi tema: la ventana de mi anécdota. Pensé que lo mejor sería escoger una anécdota histórica; algo relacionado, por ejemplo, a lo que significó para nuestra burguesía el cambio de una sociedad agraria, basada en el monocultivo de la caña, a una sociedad urbana o industrial; así como la pérdida de ciertos valores que aquel cambio había conllevado a comienzos de siglo: el abandono de la tierra; el olvido de un código de comportamiento patriarcal, basado en la explotación, pero también a veces en ciertos principios de ética y de caridad cristiana sustituidos por un nuevo código mercantil y utilitario que nos llegó del norte; el surgimiento de una nueva clase profesional, con sede en los pueblos, que muy pronto desplazó a la antigua oligarquía cañera como clase dirigente.

Una anécdota basada en aquellas directrices me parecía excelente en todos los sentidos: no había allí posibilidad alguna de que se me acusara de construcciones ni de destrucciones inútiles, no había nada más alejado de los latosos conflictos femeninos que un argumento como aquél. Escogido por fin el contexto de mi trama, coloqué las manos sobre la maquinilla, dispuesta a comenzar a escribir. Bajo mis dedos temblaban, prontas a saltar adelante, las veintiséis letras del alfabeto latino, como las cuerdas de un poderoso instrumento. Pasó una hora, pasaron dos, pasaron tres, sin, que una sola idea cruzara el horizonte pavorosamente límpido de mi mente. Había tantos datos, tantos sucesos novelables en aquel momento de nuestro devenir histórico, que no tenía la menor idea de por dónde debería empezar. Todo me parecía digno, no ya de un cuento que indudablemente seria torpe y de principiante, sino de una docena de novelas aún por escribir.

Decidí tener paciencia y no desesperar, pasarme toda la noche en vela si fuere necesario. La madurez lo es todo, me dije, y aquí era, no debía olvidarlo, mi primer cuento. Si me concentraba lo suficiente encontraría por fin el cabo de mi anécdota. Comenzaba ya a amanecer, y el sol había teñido de púrpura la ventana de mi estudio, cuando, rodeada de ceniceros que más bien parecían depósitos de un crematorio de guerra, así como de tazas de café frío que recordaban las almenas de una ciudad inútilmente sitiada, me quedé profundamente dormida sobre las teclas aún silenciosas de mi maquinilla. Aquella Noche Triste me convenció de que jamás escribiría mi primer cuento. Afortunadamente, la lección más compasiva que me ha enseñado la vida es que, no importa los reveses a los que uno se ve obligado a enfrentarse, ella nos sigue viviendo, y aquella derrota, después de todo nada tenía que ver con mi amor por el cuento. Si no podía escribir un cuento, al menos podía escucharlos y en la vida diaria he sido siempre ávida escucha de cuentos. Los cuentos orales, los que me cuenta la gente en la calle, son siempre los que más me interesan, y me maravilla el hecho de que quienes me los cuentan suelen estar ajenos a que lo que me están contando es un cuento. Algo similar me sucedió, algunos días más tarde, cuando me invitaron a almorzar en casa de mi tía.

Sentada a la cabecera de la mesa, mientras dejaba caer en su taza de té una lenta cucharada de miel, escuché a mi tía comenzar a contar un cuento. La historia había tomado lugar en una lejana hacienda de caña, a comienzos de siglo, dijo, y su heroína era una parienta lejana suya que confeccionaba muñecas rellenas de aquel líquido. La extraña señora había sido víctima de su marido, un tarambana y borrachín que había dilapidado irremediablemente su fortuna, para luego echarla de la casa y amancebarse con otra. La familia de mi tía respetando las costumbres de entonces, le había ofrecido techo y sustento, a pesar de que para aquellos tiempos la hacienda de caña en que vivían se encontraba al borde de la ruina. Había sido para corresponder a aquella generosidad que se había dedicado a confeccionarle a las hijas de la familia muñecas rellenas de miel.

Poco después de su llegada a la hacienda, la parienta, que aún era joven y hermosa, había desarrollado un extraño padecimiento: la pierna derecha había comenzado a hinchárselo sin motivo evidente, y sus familiares decidieron mandar a buscar al médico del pueblo cercano para que la examinara. El médico, un joven sin escrúpulos, reciengraduado de una universidad extranjera, enamoró primero a la joven, y diagnosticó luego falsamente que su mal era incurable. Aplicándole emplastos de curandero, la condenó a vivir inválida en un sillón, mientras la despojaba sin compasión del poco dinero que la desgraciada había logrado salvar de su matrimonio. El comportamiento del médico me pareció, por supuesto, deleznable, pero lo que más me conmovió de aquella historia no fue su canallada, sino la resignación absoluta con la cual, en nombre del amor, aquella mujer se había dejado explotar durante veinte años.

No voy a repetir aquí el resto de la historia que me hizo mi tía aquella tarde, porque se encuentra recogida en "La muñeca menor", mi primer cuento. Claro, que no lo conté con las mismas palabras con las que me lo relató ella, ni repitiendo su ingenuo panegírico de un mundo afortunadamente desaparecido, en que los jornaleros de la caña morían de inanición mientras las hijas de los hacendados jugaban con muñecas rellenas de miel. Pero aquella historia escuchada a grandes rasgos, cumplía con los requisitos que me había impuesto: trataba de la ruina de una clase y de su sustitución por otra, de la metamorfosis de un sistema de valores basados en el concepto de la familia, por unos intereses de lucro y aprovechamiento personales, resultado de una visión del mundo inescrupulosa y utilitaria.

Encendida la mecha, aquella misma tarde me encerré en mi estudio y no me detuve hasta que aquella chispa que bailaba frente a mis ojos se detuvo justo en el corazón de lo que quería decir. Terminado mi cuento, me recliné sobre la silla para leerlo completo, segura de haber escrito un relato sobre un tema objetivo, absolutamente depurado de conflictos femeninos y de alcance trascendental, cuando me di cuenta de que todos mis cuidados habían sido en vano. Aquella parienta extraña, víctima de un amor que la había sometido dos veces a la explotación del amado, se había quedado con mi cuento, reinaba en él como una vestal trágica e implacable. Mi tema, bien que encuadrado en el contexto histórico y sociopolítico que me había propuesto, seguía siendo el amor, la queja, y ¡ay! era necesario reconocerlo, hasta la venganza. La imagen de aquella mujer, balconeándose años enteros frente al cañaveral con el corazón roto, me había tocado en lo más profundo. Era ella quien me había abierto por fin la ventana, antes tan herméticamente cerrada, de mi cuento.

Había traicionado a Simone, escribiendo una vez más sobre la realidad interior de la mujer, y había traicionado a Virginia, dejándome llevar por la ira, por la cólera que me produjo aquella historia. Confieso que estuve a punto de arrojar mi cuento al cesto de la basura, deshacerme de aquella evidencia que, en la opinión de mis evangelistas de cabecera, me identificaba con todas las escritoras que se habían malogrado trágicamente en el pasado y en el presente. Por suerte no lo hice; lo guardé en un cajón de mi escritorio en espera de mejores tiempos, de ese día en que quizá llegase a comprenderme mejor a mí misma.

Han pasado diez anos desde que escribí "La muñeca menor", y he escrito muchos cuentos desde entonces; creo que ahora puedo objetivar con mayor madurez las lecciones que aprendí aquel día. Me siento menos culpable hacia Simone y hacia Virginia, porque he descubierto que, cuando uno intenta escribir un cuento (o un poema, o una novela), detenerse a escuchar consejos, aun de aquellos maestros que uno más admira, tiene casi siempre como resultado la parálisis de la lengua y de la imaginación. Hoy sé por experiencia que de nada vale escribir proponiéndose de antemano construir realidades exteriores, tratar sobre temas universales y objetivos, si uno no construye primero su realidad interior; de nada vale intentar escribir en un estilo neutro, armonioso, distante, si uno no tiene primero el valor de destruir su realidad interior. Al escribir sobre sus personajes, un escritor escribe siempre sobre sí mismo, o sobre posibles vertientes de sí mismo, ya que, como a todo ser humano, ninguna virtud o pecado le es ajeno.

Al identificarme con la extraña parienta de "La muñeca menor", yo había hecho posible ambos procesos; por un lado había reconstruido, en su desventura, mi propia desventura amorosa, y por otro lado, al darme cuenta de cuales eran sus debilidades y sus fallas (su pasividad, su conformidad, su aterradora resignación), la había destruido en mi nombre. Aunque es posible que también la haya salvado. En cuentos posteriores, mis heroínas han logrado ser más valerosas y más libres, más enérgicas y positivas, quizá porque nacieron de las cenizas de "La muñeca menor". Su decepción fue, en todo caso, lo que me hizo caer, de la sartén, al fuego de la literatura.

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