sábado, 14 de agosto de 2010

La cocina de la escritura (Parte III) (R. Ferré)

III DE CÓMO ALIMENTAR EL FUEGO

Quisiera ahora hablar un poco de ese combustible misterioso que alimenta toda literatura: el combustible de la imaginación. Me interesa este tema por dos razones: por el curioso escepticismo que a menudo descubro, entre el público en general, en cuanto a la existencia de la imaginación; y por la importancia que suele dárselo, entre legos y profesionales de la literatura, a la experiencia autobiográfica del escritor. Una de las preguntas que más a menudo me han hecho, tanto extraños como amigos, es cómo pude escribir sobre Isabel la Negra, una famosa ramera de Ponce (el pueblo del cual soy oriunda) sin haberla conocido nunca. La pregunta me resulta siempre sorprendente, porque implica una dificultad bastante generalizada para establecer unos límites entre la realidad imaginada y la realidad vivencial, o quizá esta dificultad no sea sino la de comprender cuál es la naturaleza intrínseca de la literatura. A mí jamás se me hubiese ocurrido, por ejemplo, preguntarle a Mary Shelley si, en sus pageos por los bucólicos senderos que rodean el lago de Ginebra, se había topado alguna vez con un monstruo muerto-vivo de diez pies de altura, pero quizá esto se debió a que, cuando leí por primera vez a Frankenstein, yo era sólo una niña, y Mary Shelley llevaba ya muerta más de cien años. Al principio pensé que aquella pregunta ingenua era comprensible en nuestra isla, en un publico poco acostumbrado a leer ficción, pero cuando varios críticos me preguntaron si había llegado a conocer personalmente a Isabel la Negra, o si alguna vez había visitado su prostíbulo (sugerencia que inevitablemente me hacía sonrojar con violencia), me dije que la dificultad para reconocer la existencia de la imaginación era un mal de mayor alcance.

Siempre me había parecido que la crítica contemporánea le daba demasiada importancia al estudio de la vida de los escritores, pero aquella insistencia en la naturaleza impúdicamente autobiográfica de mis relatos me confirmó en mis temores. La importancia que han cobrado hoy los estudios biográficos parece basarse en la premisa de que la vida de los escritores hace de alguna manera más comprensibles sus obras, cuando en realidad es a la inversa. La obra del escritor, una vez terminada, adquiere una independencia absoluta de su creador, y sólo puede relacionarse con él en la medida en que le da un sentido profundo o superficial a su vida. Pero este tipo de exégesis de la obra literaria, bastante común hoy en los estudios de la literatura masculina, lo es mucho más en los estudios sobre la literatura femenina. Los tomos que se han publicado recientemente sobre la vida de las Brontë por ejemplo, o sobre la vida de Virginia Woolf, exceden sin duda los tomos de las novelas de éstas. Tengo la solapada sospecha de que este interés en los datos biográficos de las escritoras tiene su origen en el convencimiento de que las mujeres son más incapaces de la imaginación que los hombres, y de que sus obras ejercen por lo tanto un pillaje más inescrupuloso de la realidad que la de sus compañeros artistas.

La dificultad para reconocer la existencia de la imaginación tiene en el fondo un origen social. La imaginación implica juego, irreverencia ante lo establecido, el atreverse a inventar un posible orden, superior al existente, y sin éste juego la literatura no existe. Es por esto que la imaginación (como la obra literaria) es siempre subversiva. Como Octavio Paz, creo que existe algo terriblemente soez en la mente moderna, que tolera "toda suerte de mentiras indignas en la vida real, y toda suerte de realidades indignas", pero no soporta la existencia de la fábula. Esto se refleja en la manera en que la literatura es enseñada en nuestras universidades. Existe hoy, como ha existido siempre, un acercamiento principalmente analítico al quehacer literario. En nuestros centros docentes se analiza de mil maneras la obra escrita: según las reglas del estructuralismo, de la sociología, de la estilística, semiótica y de muchas escuelas más. Cuando se ha terminado con ella, se la ha vuelto al derecho y al revés, se la ha fragmentado hasta el punto de no quedar de ella otra cosa que una nube de sememas y de morfemas que flotan a nuestro alrededor. Es como si la obra literaria hubiera que dignificarla, desentrañándole, como a un reloj cuyos mecanismos se desmontan, sus secretas arandelas y tuercas, cuando lo importante no es tanto cómo ésta funciona sino cómo marca el tiempo. La enseñanza de la literatura en nuestra sociedad es admisible sólo desde el punto de vista del crítico; ser un especialista, un desmontador de la literatura, es un estatus dignificante y remunerante. Ser un escritor, sin embargo, jugar con la imaginación, con la posibilidad del cambio, es un quehacer subversivo, no es ni dignificante ni remunerante. Es por esto que en nuestros centros docentes se ofrecen tan pocos cursos de creación literaria, y es por esto que los escritores se ven, en la mayoría de los casos, obligados a ganarse la vida en otras profesiones, escribiendo literalmente "por amor al arte".

Aprender a escribir (no a hacer crítica literaria) es un quehacer mágico, pero también muy específico. También el conjuro tiene sus recetas, y los encantadores miden con precisión y exactitud la medida exacta de hechizo que es necesario añadir al caldero de sus palabras. Las reglas de cómo escribir un cuento, una novela o un poema, reglas para nada secretas, están ahí, salvadas para la eternidad en vasos cópticos por los críticos, pero de nada le valen al escritor si éste no aprende a usarlas.

La primera lección que los estudiosos de literatura deberían de aprender hoy en nuestras universidades es, no sólo que la imaginación existe, sino que ésta es el combustible más poderoso que alimenta toda ficción. Es por medio de la imaginación que el escritor transforma esa experiencia que constituye la principal cantera de su obra, su experiencia autobiográfica, en materia de arte.

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