Recientemente —y el
adverbio flexibiliza la distancia temporal— un estudiante contestaba a mi
pregunta sobre la mala novela de un buen poeta de la manera siguiente: "O
sea que el personaje se suicida a sí mismo, o sea con una dosis grande de supositorios".
La referencia al personaje
que, en el colmo de las osadías, se suicida a sí mismo, no es la noticia más
relevante de la respuesta citada. Tampoco lo es el testimonio curioso de la
ingestión masiva de supositorios aunque una cantidad generosa de los mismos sintetice
la capacidad letal del exceso soporífero: cada quien se suicida por la vía de
su apetito o preferencia. De las formas que ha de tomar el suicidio no hay
legislación vigente: lo que revela, además, la necesidad urgente de publicar un
breviario sobre el particular en la hipotética serie coleccionable HÁGALO
PERSONALMENTE. Tal publicación evitaría o fomentaría no sólo suicidarse en
primavera sino que también los suicidios ejemplares como el que escoge
—borrascoso pero elocuente— el protagonista de la novela española del siglo
quince CÁRCEL DE AMOR.
La noticia relevante de la
respuesta citada es la repetición, una, diez, cien veces de la frase O SEA,
utilizada como angustioso recurso de ciego de la lengua que adelanta ese torpe
bastón inseguro y vacilante; o sea que reclama la palabra distante que ni llega
ni alumbra porque ha sido almacenada en la región de la inteligencia que
llamaremos, arbitrariamente, de la expresión cierta; región desde la cual
asimos la realidad o la porción de aquella que nos importa y conmueve, hecha
toda de palabra la realidad.
En el acopio, la selección y
el inventario de las palabras que totalizan la pertenencia individual lo que se
hace es acopiar, seleccionar o inventariar nada menos que la idea misma de la
vida y, a su vez, las involuciones y las revoluciones que la configuran: en
toda palabra se concreta una experiencia de rigor social que nos impone y
expone, toda palabra nos fecha en la historia mientras nos historia, toda
palabra nos ficha, taxativamente, en la moral. Fecha y ficha plenamente
completadas por la simple manifestación del pensamiento más simple.
Escribo en puertorriqueño
cuando llamo a la frase O SEA recurso ciego de la lengua o muleta dolorosa de
quien ha sido educado para no serlo; educación, la oficiada en el salón de
clases, reducida al aparato circunstancial justamente prescindible. Cuando el
estudiante aludido en el párrafo inicial se lanza a la exposición desde el
equívoco trampolín que es la frase O SEA adelanta que no dispone de la palabra
que más tarde, en el reconocimiento de la impotencia verbal, jurará tener
-paradójicamente— en la punta de la lengua. La frase O SEA pretende completar,
precisar o hasta traducir la afirmación primera: o sea que el personaje se
suicida a sí mismo con pastillas de dormir a una lengua creídamente eficaz: o
sea que el personaje se mata a sí mismo.
La reacción siguiente a lo
que apenas si es balbuceo lógico es francamente desoladora: donde no ocupa la
palabra se coloca una sonrisa mediana o mediadora, se organiza una
gesticulación trunca, se oscurece la sílaba última de la oración como
advertencia de la limitación o mutilación expresiva aunque la causa se
desconoce o se aparenta desconocer.
Escribo en puertorriqueño
cuando digo que entre nosotros no se maneja la lengua con comodidad, con
soltura y cabalidad, con la naturalidad y el empeño de aquel para quien la
lengua no es motivo de tensión pero sí el aparato que transmite su vibración
íntima: la espiritual, la ideal, la material. jQjo! No me refiereo a una lengua
de falsificado hispanismo y casticismo maltrecho, refulgente de mantones,
castañuelas y zetas que quiebran el oído. Tampoco a una lengua de soterrada
intención clasista y erudición de antología descompaginada con la que se
trafica por las academias de artes y ciencias, las directivas de clubes cívicos
y la telúrica poesía del pendejismo lírico que tan larga carrera ha hecho entre
nosotros. Hablo del embarazo en organizar la experiencia desde la palabra
corriente, lozana; hablo de la dificultad en la posesión firme, profunda,
clara, de nuestra lengua, nuestra única lengua, pese a la mentira burocrática
del bilingüismo.
La vacilación nominativa, la
recurrencia a la piedad del O SEA traductor de un pensamiento que jamás se
efectúa, la sustitución de las palabras reales por los términos de grotesca
manufactura como el DESO, la DESA, el COSO, el COSITO ESE, la COSITA ESA, la VAINA ESA, el
APARATITO QUE ES COMO UNA COSITA
REDONDITA, participan de una explicación rasa: la educación ambivalente,
colonizada y colonizadora a los niveles simultáneos del hogar y la escuela.
Chiquiteo
y mamismo, nieve y ardillitas juguetonas de Central Park, faldas de la madre y
la abuela y la tía y la maestra y la principal escolar, y el cura, los cabin
del buenazo de Lincoln y árbol de cherry del perdonado por verdadero Jorge
Washington, huevo de Easter y brujas de Halloween; el niño puertorriqueño
recala en la palabra tras un viaje por la más oscura de las selvas como ha
planteado, deliciosamente, el escritor Salvador Tió en su artículo AMOL
SE ESCRIBE CON R; selva oscura e inhóspita donde la palabra niño
revierte a la reducción más pueril e insensata: el niño es el niñito además de
ser gordito o flaquito, peludito o calvito, feíto o graciosito; el niño tiene
una naricita en vez de una nariz, el niño toma lechita en vez de leche— el
criterio selectivo de la mamita decidirá si toma de las Tres Monjitas, el niño
defeca una caquita blandita pero jamás una caca blanda, el niño se queda
dormidito en una cunita pero nunca dormido en una cuna. La enumeración es
infinita y hasta auspicia el razonamiento malsano de que Blan-canieves
y los siete enanitos es la expresión más alta de nuestra literatura
nacional.
La
protección diminutista no sería lesiva si las palabras murieran cuando son
pronunciadas, si se consumieran una vez dichas, si no albergaran la intensidad
de un corazón que late. Pero una palabra es mucho más que una palabra: es una
toma de poder, una arma que permite la modificación de la circunstancia, una
licencia para instalarse en el mundo. Tras ese chiquiteo inicial se dispone la
reducción de la palabra en su contenido y su número; falta, en la que,
torpemente, se asume que el niño chiquito está incapacitado para acumular un
vocabulario amplio y exacto. Del chiquiteo cuyos ITOS e ITAS presuponen una
inmensidad de dulzura y cariño se pasa a la utilización de los términos de
grotesca manufactura como el DESO, la DESA, el COSITO, la COSITA, la VAINA, el
APARATITO QUE ES COMO UNA COSITA REDONDITA: sustitutivos imposibles para la
nominación correcta del objeto. Mediante este proceso la realidad se
elementaliza hasta hacerse extraña y desconocida y la palabra
se niega o se escamotea. La facilidad necia que se le adelanta al niño en los
años del ahorro léxico se convierte, una vez adulto, en la más patética de las
dificultades: la imposibilidad de la fluidez verbal meramente aceptable.
La
escuela puertorriqueña es un carnaval de veleidades: bailoteo y caridad
putrefacta, ropaje y máscaras alegrotas, ceremoniales de graduación y santoral
académico, Patrulla Aérea Civil y Futuras Amas de Casa de América: orientación
rotunda para la desorientación rotunda. La tontería se eleva a categoría, la
frivolidad también. Como si el norte de todo el sistema educativo puertorriqueño
fuera el fracaso estrepitoso.
Escribo en puertorriqueño y llamo generación O SEA a aquella a la que se le
pospone la construcción de la libertad social de la palabra: suma mayúscula de
las otras. Esa libertad se cumple cuando el individuo se educa para saber el
nombre exacto y escueto de las cosas: sin falsificaciones, sin bizquera
semántica, sin DESOS ni O SEA trágicos que impiden formar -lisa y llanamente
que un personaje se ha suicidado con soporíferos. En su libro El
laberinto de la soledad, afirma el mexicano Octavio Paz que "la
crítica del lenguaje es una crítica histórica y moral". Buen tratado para
un comienzo: la palabra, historia y moral en una sola ecuación.
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