Hace poco, las autoridades educacionales de los Estados Unidos lanzaron una increíble
e importante noticia sobre la que no se puede pasar a la ligera y que tiene mucha
significación para el porvenir de nuestra civilización. La insólita noticia informaba
escuetamente que la mitad de la población de Estados Unidos, estaba compuesta
de analfabetos funcionales. Un analfabeto funcional es un ser que ha recibido en la
escuela la enseñanza normal de la lectura y la escritura pero que en su vida ordinaria
la usa muy poco, la maneja insuficiente y torpemente y no depende de ella para lo
esencial de su información y comunicación. Prácticamente no lee libros, es poco y
limitado su acceso a los periódicos, y experimenta dificultades insalvables para poner por
escrito un pensamiento o un concepto. Los hombres de la ilustración creían firmemente
que la enseñanza de la lectura y la escritura era el instrumento fundamental para lograr la
transformación de la sociedad.
Danton afirmaba que, después del pan, la instrucción era la primera necesidad del pueblo.
Esta concepción ha estado en la base misma de todos los programas de progreso y
transformación social que el mundo ha conocido en los dos últimos siglos.
Leer y escribir son dos operaciones mentales extraordinariamente complejas y difíciles
en su esencia, mucho más allá de los simples mecanismos que la escuela enseña.
Nombrar, como decía Wibbgenstein, es nada menos que la tentativa de poner en términos
lingüísticos un universo no-lingüístico. Cada nombre es el símbolo más o menos
caprichoso que le ponemos a una cosa o una acción, de las que nunca llegamos a tener
una noción cabal. Escribir es traducir a esos símbolos los complejos mecanismos
mentales del conocimiento, y leer es tratar de regresar de aquellos símbolos al
conocimiento que los inspiró.
No hay operación más compleja y atrevida en todos los intrincados mecanismos del
conocimiento humano. De esto, precisamente, han tenido angustiosa noción los
grandes poetas creadores. "¿Que hay en un nombre?", se preguntaba Shakespeare,
en la tentativa desesperada de comprender. Y, mucho más tarde, otro gran poeta,
Rimbaud, llegó a decir con rabia y desesperación: si los débiles de mente se pusieran
a reflexionar sobre la letra A, podrían volverse locos.
Lo que está en juego en el fondo de todo esto es el destino de la escritura y la lectura
en una civilización fundamental y crecientemente visual y auditivo como la nuestra.
La inmensa y proliferante red de los medios de comunicación audiovisuales,
particularmente la radio y la televisión, produce una verdadera inundación de mensajes
visibles y audibles que cubre y penetra no solamente todas las formas de la vida social,
sino la mente de cada uno de los individuos.
Hasta hace apenas un siglo, fuera de la palabra viva en la conversación directa, no había
otro medio de comunicación que el de la escritura. Era por medio de ella que se podía
acceder a la información en todos sus niveles, desde los sucesos cercanos y lejanos hasta
la ciencia. El inmenso crecimiento de los medios audiovisuales ha cambiado y sigue
cambiando velozmente esta situación.
No desaparecerá la escritura, la ciencia continuara transmitiéndose por escrito
en los libros y en las revistas especializadas para un público restringido. El perfil de
los lectores de periódicos reveló que la inmensa mayoría de ellos se interesa sólo
por los sucesos, los deportes, los escándalos, y, de manera muy marginal, por la
reflexión seria y discusión de ideas.
Tal vez nos estemos acercando a un tiempo en el que van a coexistir, con creciente
incomunicación entre ellos, los medios audiovisuales con los escritos, y los destinados
fundamentalmente a fines distintos con los de los libros y textos de la ciencia y la
creación. Podría ser, en cierta forma, el regreso a una nueva Edad Media y una vuelta de
los bárbaro
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