viernes, 20 de enero de 2012

"Lisa di Noldo" por Luis López Nieves

No es que la comida francesa sea mala, bastante fama tiene, pero durante mi quinto día en París, cuando al fin realizaba mi sueño de pasar un día completo en el famoso Museo del Louvre, se me descompuso el estómago de pronto y tuve que correr hasta el baño más cercano. No sé si se debió a las ricas cenas carnívoras que cada noche, en busca de la novedad, disfrutaba en un restaurante diferente del Quartier Latin, o a los croque-messieurs y a las crêpes que durante el día me atragantaba, de pie, en cualquier brasserie. Pero lo cierto es que de pronto tuve que correr. No digo más. Basta señalar que los baños del museo más famoso del mundo son limpios: cualquier otro detalle sería imprudente. En el momento del primer retortijón estaba en uno de los pisos más altos y remotos del Museo, y había corrido hasta el baño más cercano, por lo que me sentía bastante aislado del bullicio y escuchaba poco movimiento. En el tiempo que estuve allí sólo entraron cinco o seis hombres: el último anunció algo en voz alta, pero debido a mi francés defectuoso y al dolor de mis entrañas no entendí lo que dijo.
Varias veces me sentí aliviado, libre para volver al Museo al fin, pero cuando me enderezaba, me lavaba las manos y trataba de acercame a la salida, de repente me veía obligado a regresar con prisa al cubículo. No daré más detalles. Creo que estuve en el baño al menos noventa minutos. Terminado mi calvario, no sólo me lavé las manos sino que aproveché para enjuagarme la cara y mojarme el pelo. Me miré en el espejo y la verdad es que ya era otro: tenía el rostro pacífico y se me había calmado el estómago. Ahora sólo tenía ganas de volver a los salones del Museo.
Al abrir la puerta del baño me encontré ante una galería oscura: con esfuerzo, y gracias a la luz indirecta que salía del baño, podía distinguir las siluetas de los cuadros en las paredes, pero las luces del Museo estaban apagadas. Tampoco escuchaba a nadie. Miré mi reloj: ya eran las siete y diez de la noche; el Museo cerraba a las seis. Agarrado de las paredes, muy despacio, empecé a buscar una salida, pero a cada paso mío se hacía más oscuro y llegó el momento en que casi no veía nada. ¿Qué hacer?
No tenía fósforos, porque no fumo. No encontraba botones de emergencia, ventanas ni teléfonos. No hallaba las escaleras. Nada. ¿Cómo llegar a la salida? Tanteando muy despacio, agarrado de las paredes, recorrí las galerías durante más de dos horas. Me perdí en ese laberinto de pinturas y esculturas. Rendido, sin esperanzas de encontrar una salida hasta que llegaran los empleados por la mañana, decidí regresar a la abundante luz del baño donde podría pensar un poco y examinar mis opciones. Pero tan pronto empecé a buscar el baño comprendí de golpe que había perdido toda orientación y que ya no sabía si iba o venía. Estaba en una galería de tapices renacentistas. Olía a humedad, a viejo, a tiempo detenido. El silencio era perfecto. Frustrado, angustiado, me senté en una esquina con los codos sobre las rodillas, como un niño. Fijé la vista sobre el tapiz que tenía justo al frente, en el que se representaba un banquete del Renacimiento. En el centro de la mesa llamaba la atención una espléndida bandeja de oro, con incrustaciones de madreperla y lapislázuli, repleta de frutas suculentas. A pesar de las tinieblas, y de la antigüedad del tapiz, las frutas estaban tan bien hechas que sentí hambre y la boca se me hizo agua. Al mismo tiempo una brisa ligera, que surgió de la nada, me refrescó el rostro. Escuché un sonido suave, ingrávido, como los pasos de una mujer descalza. Con el rabo del ojo me pareció ver, de pronto, una sombra que se movía. Me puse de pie al instante y comprobé que no era una aparición, sino una elegante mujer de carne y hueso que se me acercaba.
No era hermosa ni fea: vestía un traje negro de mangas largas y amplio escote redondo; sobre los hombros llevaba una estola arcaica, del mismo color. El largo cabello, peinado con una simple partidura en el centro, era oscuro y algo ondulado. Un velo de gasa muy fina le cubría la parte de arriba de la cabeza, como una corona. Aunque calculé que tan sólo tendría unos 29 años de edad, su aire era anacrónico; aun así me atrajo su sonrisa autónoma, que no guardaba relación con el momento ni el lugar en que ambos estábamos atrapados.
La mujer me miraba con toda la sabiduría del mundo, como si ya supiera quién era yo, dónde vivía y por qué me había perdido como un imbécil en el Museo.
–Ah, ¿también perdida? –exclamé sin pensarlo mucho. Quizás pude haber dicho algo más inteligente o menos predecible, pero estaba nervioso.
–No, no –dijo sin perder la sonrisa–. Vivo aquí.
Hablaba con acento raro, pero no era francesa. Andaluza o siciliana, tal vez. De Creta, Cerdeña o del Algarbe, también era posible. Pero no de Francia.
–¿En París?
–En el Museo, desde hace muchos años.
–Claro –dije–. En el Museo. ¿Y cómo te alimentas?
–De las miradas. De los elogios. Desde muy lejos vienen a visitarme.
–Bueno, entonces conoces bien el edificio.
–Cada palmo, recodo y nicho. Durante trescientos años he caminado estas galerías todas las noches.
–¡Trescientos años! Entonces lo conoces muy bien. ¿Puedes ayudarme a salir?
–Claro, ahora mismo puedo llevarte al vestíbulo, pero preferiría charlar un poco. ¿Tienes prisa?
Reexaminé a la mujer con la vista, sin decir palabra. Colocó la mano derecha sobre la izquierda, ambas al nivel de la cintura, y esperó a que terminara mi inspección. Con la sonrisa decía todo y nada.
–¡Eres La Gioconda, Monna Lisa! –exclamé de golpe.
–Desde el día en que me casé, hace muchos años.
–Lisa es lindo, pero nunca entendí el "monna". Es selvático.
–No, no. Viene de señora, "madonna". Mi nombre de soltera fue Lisa di Noldo, si te gusta más.
–Lisa di Noldo –repetí el melódico nombre–. Me gusta más.
–Debes tener hambre.
–Mucha, desde que vi las frutas de ese tapiz.
–Pero están viejas –acentuó la sonrisa un poco–. Ven, sé dónde puedes comer algo.
Con su mano fría, suave, tomó la mía y me llevó al centro mismo de la oscuridad. Yo no veía nada, ni siquiera la mano libre que colocaba frente a mi rostro para protegerlo de lo desconocido. Pero ella me guiaba con paso seguro, rápido, como si camináramos a plena luz del día. Me inspiró una cierta tranquilidad y me dejé llevar, aunque de todos modos, como simple reflejo o por alguna profunda desconfianza que no quería admitir, conservaba mi mano libre como un escudo frente a mi rostro indefenso.
–Puedes bajar la mano, sé lo que hago –dijo, como si me leyera los pensamientos. Con un ligero bochorno, la bajé de una vez. No sabía si ella, en las tinieblas, había notado mi sonrojo.
El paseo no fue breve. Bajamos unas cinco escaleras y tuve la impresión de que cruzábamos el edificio de un lado al otro, aunque no estaba seguro porque llevaba mucho tiempo desorientado. Mi único contacto con el mundo era aquella suave mano que me guiaba con dulzura, el susurro de sus faldas que rozaban el piso y el tenue olor bucólico que emanaba de su cuerpo invisible.
Al fin Lisa se detuvo, abrió una puerta y encendió la luz. La claridad súbita me deslumbró durante varios segundos, pero pronto descubrí que estábamos en una cafetería.
–Comida como tal no hay. Pero puedes saciar el hambre con esos víveres modernos –indicó mientras señalaba unas tablillas repletas de bolsas de papitas fritas y de otras meriendas embolsadas. Había también una máquina de refrescos.
Agarré cuatro bolsas de papitas y me serví una Coca-Cola grande. Ella no quiso nada. Busqué con la vista alguna mesa que estuviera cerca de una ventana, pero no había ventanas. Nos sentamos en la primera mesa.
–¿Cómo anda el mundo? –preguntó Lisa–. Por favor dime todo lo que sepas.
–¿Dónde te quedaste?
–¿Leonardo sigue famoso en Italia?
–¿Da Vinci? Famosísimo en el mundo entero, gracias a ti.
–Al contrario, yo le debo la fama –dijo, pero su sonrisa críptica me creó la duda de si hablaba en serio.
–¿Tus últimas noticias son del siglo XVI?
–No, no. Me hablaron de la liberación femenina. ¿Las mujeres aún visten como los hombres?
–¿Quién te dijo semejante barbaridad? –exclamé sorprendido–. Las mujeres nunca se han vestido como nosotros.
–Las he visto. Y hace unos años Magdalena, una doncella de Madrid, se quedó atrapada. Pasamos la noche platicando. En esa misma silla comió, como tú. Vestía calzas parecidas a las tuyas, no llevaba traje de mujer.

No era difícil hablar con Lisa. Me hacía una pregunta tras otra, entusiasmada, con la alegría de una niña pero la inteligencia de una mujer madura. Antes de terminar mis respuestas me lanzaba nuevas preguntas, a veces de dos en dos, o de tres en tres. Quería saberlo todo, ponerse al día, enterarse de lo que ocurría en ese mundo externo que tanto celebraba a La Gioconda, pero que ella apenas conocía. No era presumida, no parecía consciente de su fama. Hablaba con la curiosidad de una persona ordinaria y celebraba mis noticias como si ocurrieran ante sus ojos. En algún momento de la noche, que ya no puedo precisar, comprendí de golpe que me había enamorado, que a partir de ese encuentro mi vida ya no podría ser la misma.
Ya le había contado a Lisa sobre Garibaldi y la unificación italiana, que ella casi no podía creer; me disponía a contarle sobre el Che Guevara y la historia de América Latina, pero de pronto se puso de pie, sobresaltada, y me agarró la mano.
–Amanece. Debes irte. Ven, ven.
Nuevamente me llevó de la mano por las oscuras galerías. Iba con mucha prisa, casi corriendo, repitiendo de vez en cuando que debíamos apurarnos para que no la vieran los empleados. Llegamos finalmente a una habitación algo iluminada: por debajo de la puerta entraba luz suficiente para ver el rostro exquisito de Lisa.
–Hasta aquí llego, salió el sol. Al cruzar esa puerta entrarás a un vestíbulo iluminado. Todavía te faltarán unos cien codos para llegar a la salida del edificio, que está cerrada. Sólo podrás salir si los centinelas te abren. Ten cuidado. Y no me olvides –dijo en voz baja –, no me olvides.
Me miró con esa famosa expresión que no describiré, porque millones de personas lo han intentado sin éxito durante quinientos años. Había alegría en su rostro, pero también tristeza. Entonces, en cuestión de segundos, por impulso y sin planearlo, di el paso que habría de marcar el resto de mi vida: besé la boca más famosa del mundo.
Lisa no me rechazó: tampoco me abrazó. Para una mujer de su tiempo no es fácil besar a un hombre la primera noche. Todavía hay mujeres así en el mundo, y yo había conocido a varias, por eso reconocí la reacción de una mujer que quiere pero no debe, o que cree querer pero no está segura. Sostuve el beso; ella esperaba pasiva, pero sin repudio. Al despegarme bajó la mirada y guardó silencio por primera vez en toda la noche. La famosa sonrisa de siempre, el extraordinario signo de interrogación del que tanto se ha hablado en el mundo, había desaparecido: ante mí tenía ahora un tímido rostro sonrojado. Le levanté el mentón con el dedo. Me miró a los ojos con los suyos humedecidos y ya no fue necesario decir más.
Me apretó la mano:
–Debes irte. Podrían verme.
De repente agarró mis manos entre las suyas, me las besó varias veces y corrió hasta perderse en la oscuridad de los salones. Cerca de mí, detrás de la puerta que llevaba al vestíbulo iluminado, comencé a escuchar voces y pasos: los empleados empezaban a ocupar sus puestos de trabajo. Había llegado la hora de salir y de contarle a los guardias sobre mi prisión accidental. Abrí la puerta y sólo pude dar dos pasos: la luz contundente del vestíbulo me deslumbró. Ciego, desconcertado, me cubrí los ojos con las manos: escuché los gritos de los empleados asombrados, la viril conmoción de los guardias, los estridentes chillidos de la alarma. Varios guardias corrían hacia mí. De pronto sentí un fuerte golpe en las espaldas, caí al piso boca abajo, una rodilla dura me apretó el cuello contra el suelo y perdí el sentido.

¿Por qué? ¿Por qué carajo no me quedé en el Museo con Lisa? ¿Por qué no corrí tras ella en la oscuridad? ¿Por qué me fui ese día, como un cobarde? Hay decisiones, tomadas en sólo tres segundos, que marcan el resto de una vida.
La policía francesa, con la ayuda pertinaz de mi embajada, finalmente se convenció de que yo no era un ladrón y me dejó libre. Despidieron al guardia incompetente que había anunciado en el baño, en voz alta, que el Museo cerraba, pero que por prisa o vagancia no había examinado todos los cubículos ni apagado la luz, según le correspondía.
Desde el primer día que salí de la cárcel empecé a visitar a Lisa, pero ya no era igual. No estábamos solos; apenas podía verla debido a la grotesca aglomeración de turistas majaderos que siempre exclamaban lo mismo: "¡Es tan pequeña!" A veces yo la contemplaba durante horas, sin moverme, y creía notar un leve guiño para mí, un ligero saludo, pero lo mismo decían los turistas: "Mamá, parece que me sonríe". "Papá, mira, adonde quiera que me muevo me sigue con la vista". ¡Insoportable! Locos, locos todos.
Decidí que no abandonaría a Lisa. Les ordené a mis abogados que vendieran todos mis bienes y que me enviaran el dinero a París, donde compré un apartamiento. Contraté un abogado francés, trasladé la administración de mis bonos y acciones hasta acá, y terminé por cortar todos los hilos que me ataban a la patria. En París gozaría de holgura económica y de entera libertad para estar con mi Lisa.
Todos los días la visitaba, desde las primeras horas hasta que el Museo cerraba. Imaginaba conversaciones con ella, le hablaba con el pensamiento. Al principio la situación fue tolerable: sufría breves ataques de angustia, cierto, pero siempre volvía a la esperanza, a la ciega esperanza. Sin embargo, al quinto mes de estar en París ya empezaba a desesperarme de veras. Necesitaba más. Ya no podía compartir a mi Lisa con esa manada de necios que no hacía más que repetir sandeces e imaginarse –locos delirantes– que mi adorada les sonreía. ¡Insufrible!
No sé, en realidad no sé qué habría sido de mí si ella no hubiera tomado la iniciativa. Comenzaba mi sexto mes en París y llegué al Museo temprano, como siempre, aunque bastante deprimido. Me detuve frente a mi amada para darle los acostumbrados buenos días antes de que llegara la gran masa de necios, pero me quedé boquiabierto cuando el rostro de Lisa asumió de repente un gesto suplicante. Fue muy claro el ademán, no tuve duda alguna: me imploró que volviera. No fue mi imaginación: el escaso público también se dio cuenta de que algo había ocurrido en el semblante de Lisa. Hubo un notable murmullo y varias exclamaciones de miedo. En pocos minutos llegaron varios guardianes y curadores, a quienes los turistas les contaron que la bella sonrisa de La Gioconda se había transformado, por unos segundos, en un gesto de súplica. Ya no necesité más. No necesité más. Era evidente que no me lo había imaginado ni me estaba volviendo loco. Lisa me necesitaba.
Esa fue la primera noche en que traté de esconderme a la hora del cierre. Intenté todo. Me sentaba en la esquina remota de algún salón poco visitado, me paraba detrás de una estatua, me escondía en un entrepiso, pero siempre llegaba un guardián y me decía que debía salir porque estaban cerrando. De más está decir que lo primero que probé fue el mismo baño en que me había quedado la primera vez, pero el sustituto del guardián despedido cumplía sus tareas con el celo excesivo de un novato. Una tarde, en un cubículo, llegué a trepar los pies sobre el inodoro, pero el guardián abría cada puerta una por una y se cercioraba de que no hubiera nadie.
Cerca de seis semanas duró este suplicio. De día acompañaba a Lisa y le indicaba, por medio de ligeros gestos, que estaba en camino, que tuviera paciencia. De tarde hacía un nuevo intento que nunca podía ser demasiado obvio, porque me arriesgaba a que me arrestaran por tentativa de hurto, en cuyo caso, ya preso, nunca volvería a ver a Lisa. Yo no podía dejarla sola, por eso toda maniobra mía debía parecer accidental, como ocurrió la primera vez. En fin, una noche se me ocurrió una nueva estrategia, bastante más arriesgada que las anteriores. A la hora del cierre me fui al baño de la primera noche, que tenía cinco inodoros con sus cubículos. Entré al tercero, cerré la puerta con seguro y trepé los pies sobre el inodoro. A los pocos minutos llegó el guardián y gritó desde la puerta:
– On ferme maintenant. Sortez, s'il vous plaît.
Caminó hasta el primer cubículo y abrió la puerta con un golpe de la mano: ésta chocó con la pared y volvió a cerrarse. Hizo lo mismo con la segunda puerta. Me preparé. Cuando golpeó la tercera puerta, que no abrió, aproveché el ruido para deslizarme por debajo del panel divisorio y llegar al segundo cubículo. Me trepé rápidamente al inodoro. El guardia, irritado, preguntó en voz alta si había alguien dentro. Luego se metió por debajo de la puerta, quitó el seguro y abrió. Aproveché el bullicio para deslizarme debajo del panel y pasar al primer cubículo. Muy molesto, el guardia dijo una frase que interpreté como "malditos bromistas de mierda", aunque no puedo estar seguro porque lo dijo muy rápido. Continuó su tarea donde se había quedado: empujó la puerta de los cubículos cuarto y quinto, regresó a la entrada del baño, apagó las luces y salió.
Unos treinta minutos estuve sin moverme, acuclillado sobre el primer inodoro, tieso de miedo. Debía estar seguro de que no quedaba nadie en las galerías del Museo. Al fin, cuando pensé que ya no había peligro, salí del cubículo y prendí la luz. Me lavé la cara con agua fría, me peiné y partí entusiasmado a buscar a mi querida Lisa, pero no fue necesario: me esperaba ante la puerta, con su famosa sonrisa y los brazos cruzados.
–¿Por qué tardaste tanto? –me reprochó con cariño.

Los labios más conocidos del mundo y el cuerpo más desconocido: ambos fueron míos esa noche, la más gloriosa de mi vida. Le dije que la amaba; respondió, con la voz entrecortada, que no quería vivir un día más sin mí. No digo más. Así pasamos la noche, entre declaraciones de amor, anécdotas sobre nuestros seis meses de separación y la historia del Che Guevara que finalmente, entre caricias y caricias, pude contarle a mi curiosa Lisa. No daré más detalles.
Yo le besaba la parte de atrás del cuello, que como todo su cuerpo olía a paisajes y flores, cuando de pronto, alarmada, me apretó la mano y casi gritó:
–Amanece, caro mío. Debes irte. Ven, ven.
Nos pusimos de pie y ella quiso llevarme de la mano hasta la salida. Pero me negué a moverme.
–No me voy –dije–. Me quedo contigo.
–No, no. Qué dices. Nos descubrirán.
–No importa. Me quedo.
–Te harán daño. Te desterrarán. Estarás lejos de mí y no podré soportarlo.
–Pues piensa en algo rápido, porque no me iré de tu lado.
–¡Caro mío! –exclamó desesperada–. Están entrando. Llegarán en un momento.
La besé con fuerzas, la apreté entre mis brazos y le repetí que no me iría.
–Caro mío, hay una posibilidad. Tal vez la haya –dijo halándome la mano–. Ven, rápido. Sígueme. Tengo una idea.
–¿Adónde vamos?
Tiró con fuerza de mi mano y sin decir otra palabra nos internamos en la oscuridad total.

Lisa y yo vivimos felices en París, en el Museo del Louvre. Durante el día, cierto, ella le pertenece a la humanidad, pero de noche es sólo mía. Contrario a lo que piensan algunos idiotas, sí es posible vivir únicamente del amor. Hace años que, como ella, ya no me hace falta la comida. Nos alimentamos mutuamente porque sólo necesito su presencia, su hermosa conversación, sus suaves caricias plácidas. Y no me canso de explorar este cuerpo exquisito que Leonardo tuvo la genialidad de ocultarle al mundo bajo un traje negro y un manto oscuro. A mi querida Lisa vienen a contemplarla todos los días desde cada país de la tierra. Unas cuantas galerías más arriba, en la remota sala de tapices italianos del Renacimiento, nadie ha notado que en el tapiz llamado "El Banquete", justo al lado de la espléndida bandeja de oro con incrustaciones de madreperla y lapislázuli, hay un nuevo invitado que no tiene cara de florentino ni de italiano. Mientras ninguno de los empleados lo note, estaré a salvo.

"Axolotl" por Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

"Restos del Carnaval" por Clarice Lispector

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.

En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir. Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.

¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.

No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.

Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz eraRosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.

Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.

Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.

¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.

Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.

Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.

Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.

"Felicidad clandestina" por Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

-Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

-Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.